El valenciano Furió Ceriol hizo una advertencia a Felipe II, publicada en su obra El Concejo y Consejeros del Príncipe (Amberes, 1559), en la que le recordaba los viejos principios federales de la monarquía. El humanista consideraba que un príncipe que tuviese muchas y diversas posesiones territoriales debía elegir consejeros de todas ellas, y evitar que sólo participasen en el gobierno los procedentes de una o dos provincias. El riesgo de un excesivo castellanocentrismo era perceptible ya a mediados del siglo XVI, una actitud que tendría gravosos costes en los siglos posteriores.
Furió con razones claras y contundentes alertaba de la peligrosa deriva de desafecciones que ya se oteaban en el horizonte de aquella joven monarquía hispánica: "Los pueblos se resienten en ver que ellos son desechados de la administración y gobierno principal, pues no ven en el Concejo ningún hombre de su tierra, piensan (y no sin causa) que el Príncipe los tiene en poco, o que los tiene como por esclavos, o que no se fía de ellos". Las consecuencias de la falta de esta representación como referente territorial en el poder podían ser letales para el mantenimiento de la monarquía: "Lo primero, engendra odio; lo segundo, busca libertad, y por tanto hacen conjuraciones y llaman príncipes extraños; lo tercero, les da osadía y aún obstinación para armar cualquier traidor contra su natural Príncipe". Sus alegatos contra el fanatismo y la intolerancia religiosa llevaron al erasmista Furió a reivindicar la concordia y el pacifismo. Había que transitar esa vía de encuentro para construir un Estado plural en correspondencia con la monarquía compuesta que lo dirigía.
Sólo cuando un presidente del Gobierno español hablé catalán --y no en su ridícula intimidad-- podremos pensar que el diálogo es posible con el nacionalismo, porque el problema empieza y acaba en Cataluña
Pero, ¿tanto tenía que condicionar la territorialidad a la composición de los gobiernos? El discurso de este humanista estaba lleno de matices. Por ejemplo, pensaba que la buena política debía basarse en la razón y sin intromisión religiosa alguna, de ese modo se podía disipar el odio que tanto, decía, enfrentaba a los hombres entre sí. Es comprensible, pues, que su llamada a la participación en el poder de gente representativa de todos los territorios no fuese por una previa voluntad descentralizadora, sino por la necesidad de que interviniesen las inteligencias más lúcidas de cada lugar y aportasen la mayor información de su tierra de origen.
Casi medio milenio más tarde, el kennedyano discurso de Josep Borrell el 8 de octubre en Barcelona me evocó de nuevo al humanista valenciano. A Furió apenas se le oyó, y su destino que podía haber sido brillante y decisivo --como recordó Méchoulan-- en la construcción de una España plural en tiempos de Felipe II, terminó en la soledad y en el olvido. Y, sin embargo, como Borrell, Furió tampoco escamoteó ningún esfuerzo personal que pudiera ser útil para el buen devenir del Estado.
"El que tuviere oídos oiga", dijo Furió. En el crítico contexto actual dilapidar el liderazgo político de Borrell sería un fracaso de todos los ciudadanos que creen que la democracia y la convivencia han de prevalecer sobre cualquier forma blanda de totalitarismo y sobre el odio fanático que sustenta ese proyecto político. Sólo cuando un presidente del Gobierno español hablé catalán --y no en su ridícula intimidad-- podremos pensar que el diálogo es posible con el nacionalismo, porque el problema empieza y acaba en Cataluña. El resto sólo puede ayudar a resolverlo. Estudiemos Historia de Cataluña en las universidades españolas, enséñese lengua y literatura en sus aulas, conozcamos la diversidad cultural de todos los españoles. Este paso es imprescindible, porque para que España tenga futuro como proyecto común basado en la tolerancia y en el respeto a la pluralidad, España ha de ser también catalana o no será.