Es más consejero que empresario; más consultor que pionero; natural de Getxo, acunado en Neguri y apegado a los armadores de La Merced, donde su padre fue presidente de la Naviera Marítima del Nervión. Nieto y biznieto de industriales, el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, ha vuelto a caer víctima de su propia vanidad. Comanda la patronal, pero tiene en contra el 50% del PIB nacional: los hoteleros (turismo), el automóvil (metal), el campo y especialmente las federaciones de Madrid (CEIM) y Cataluña (Foment del Treball), el peso específico de la generación de valor. Es un general sin ejército, aunque haya reforzado con altivez su mando en plaza, después de firmar la reforma laboral de Yolanda Díaz, un documento marco que la oposición quiere laminar en el trámite parlamentario.
Garamendi es un hombre entregado a Génova 13, con puentes hacia el PP mainstream de Fátima Báñez, actual presidenta de la Fundación CEOE, y con lazos con el segmento de la derecha dura, a través de Íñigo Fernández de Mesa, topónimo cordobés de alcurnia joven, vicepresidente de la patronal y miembro de FAES, el mundo encantado de José María Aznar.
El patrón de patrones, un fraile a fuer de monaguillo, presume de pelos en la gatera, sin recatar su jactancia. Convive con el pacto y el secreto, la doble inclinación de Jacques Maritain, aquel exponente del humanismo cristiano, que fue propuesto al birrete cardenalicio sin haber sido obispo. Sus socios no le perdonan el pacto con los sindicatos y con el Gobierno. Las federaciones sectoriales de la patronal, como Anfac (automóviles) y Asaja (empresarios del campo), le quieren de patitas en la calle; la abigarrada Cepyme le ha puesto en barbecho a la espera de elecciones de la organización confederal, previstas para dentro de nueve meses. Por su parte, las grandes territoriales, CEIM y Foment, que agrupan a los Blue Chips españoles y multinacionales, le afean su secretismo.
Nunca la CEOE había sido tan generosa en la forma como timorata en el fondo; pero, atención, su actual presidente posee la astucia del hombre frágil, como ha demostrado en su larga ascensión corporativa. Garamendi calla cuando media España sabe que Pepe Álvarez, el secretario general de UGT, es el auténtico corazón de la política laboral, la fuente del milagroso pacto. Pepe sabe proponer, retirar y rematar, los tres tiempos de toda mesa de negociación que se precie.
En su puesta de largo en la presidencia de la CEOE, en 2018, Garamendi apuntaló su vanagloria de consorte de Satrústegui Figueroa y heredero por entronque del palacio de Negralejo, una finca de gusto neoclásico, consagrada hoy a bodas, bautizos y gastronomía de postín. El palacio fue construido por Ignacio de Figueroa y Mendieta, marqués de Villamejor, un antepasado temerario capaz de apostarse a los naipes su Grandeza de España y conocido en el Madrid de María Cristina por sus duelos al amanecer.
En los recodos self made man de la patronal española, a Garamendi no le perdonan que sea rico de cuna y pobre de profesión, ya que sus cargos en los consejos de administración de empresas, como Tubos Reunidos o Babcock & Wilcox España, no proveen viáticos ni cubren su lucro cesante. Sus contrincantes recuerdan que exigió un sueldo de 400.000 euros para presidir la CEOE. Algunos tampoco tragan su laudo académico en Deusto, sede ignaciana de la formación de cuadros en la Vizcaya del hierro y de la banca.
Garamendi, un anticatalán pomposo, sucedió en el cargo a Juan Rosell, el mejor presidente que ha tenido la CEOE desde que la fundó Carlos Ferrer-Salat. La organización empresarial, nacida en el fuego cruzado de la Transición y los Pactos de la Moncloa, tuvo que conformarse durante décadas con la presidencia gris de José María Cuevas, un antiguo jinete del Sindicato Vertical.
Hoy, Garamendi inicia su elegía prosaica, sin hexámetro ni pentámetro; es la lenta despedida de un presidente dominado por la soberbia, pero sensible al poder del dictado, sean la Moncloa, Bruselas, la UGT o Yolanda.