Es difícil encontrar un colectivo que se vea tan desbordado, y más que lo estará en los tiempos que vienen, que el de los profesionales de la salud mental. Psicólogos y psiquiatras se las ven y desean para atender una demanda que el coronavirus ha multiplicado, con el agravamiento de patologías ya conocidas, y con la aparición de nuevas disfunciones psíquicas derivadas del confinamiento, la distancia y el desastre económico.

Ya antes de la pandemia, se observaba un deterioro de la salud mental, consecuencia del creciente desarraigo de una ciudadanía a la que le cuesta encontrar el sentido de su vida. Una tendencia especialmente preocupante entre los más jóvenes para quienes, por ejemplo, la adicción digital se ha convertido en una nueva y grave patología que añadir a las ya tradicionales. Y es, precisamente, en el ámbito de los adolescentes donde se observa un incremento del malestar psíquico derivado del covid-19.

El problema es de una enorme complejidad, sin que se vislumbre por donde puede venir la solución. Mientras que del coronavirus podremos vacunarnos, la salud mental requiere de unos recursos de los que no disponemos, ni ahora ni a medio plazo. Más allá de los manuales de autoayuda, de las terapias que no se diferencian mucho de los tradicionales “crecepelo” y del recurso a la pastilla milagrosa, la conducción de los desajustes psíquicos sigue requiriendo de una gran dedicación al paciente.

El sistema público cuenta con unos recursos muy escasos, mientras que el privado, articulado a través de las múltiples mutuas y en plena guerra de precios, no está por la labor de proporcionar terapias continuadas. Atender una gripe o una hernia puede demandar quince minutos, mientras que una depresión, por no referirnos a patologías más graves, puede requerir de sesiones prolongadas y regulares durante meses o años. No nos extrañemos, pues, si en un tiempo, una parte de nuestros jóvenes se nos queda por el camino, de manera  irreversible y, tristemente, evitable en su momento.

Por ello, resulta de agradecer la reciente intervención de Iñigo Errejón en el Congreso, defendiendo la necesidad de priorizar la atención de las enfermedades mentales. Una comparecencia que se vió interrumpida por un sonoro “¡vete al médico”! proveniente de la bancada popular, concretamente del diputado Carmelo Romero. Un grito que ejemplifica la insensibilidad social y la estigmatización de unas enfermedades que destrozan a millones de personas, los pacientes y, también, sus cercanos. Y resume, a su vez, la tremenda estupidez de buena parte de nuestros representantes públicos, a los que destruir al adversario les importa más que atender al ciudadano. Una patología que sólo tiene un remedio: echarles de los parlamentos.