El atropello mortal de un ciclista repartidor de Glovo ha desencadenado una oleada de indignación. El mismo presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, se refirió expresamente a ello hace unos días. Más allá del drama que siempre representa un suceso de estas características, debemos preguntarnos el por qué de tamaña repercusión.

Unas consideraciones que no es de justicia orientar exclusivamente a Glovo. Ésta es una compañía que en poco se diferencia de Deliveroo, Amazon o muchas otras de la denominada economía digital y/o colaborativa.

De la misma manera, no corresponde aprovechar la conmoción del momento para cargar contra los responsables de la empresa. Las posibles responsabilidades las señalará la justicia. Tampoco quiero orientar estas líneas exclusivamente a la compañía, como sí hice en anteriores ocasiones. La primera de ellas en pleno verano pasado, cuando coincidí en leer la noticia de una satisfactoria ronda de financiación de Glovo de más de cien millones, con el adelantar en una empinada calle barcelonesa a uno de sus esforzados ciclistas repartidores que, a temperaturas tórridas, se esforzaba entre sudores por un salario miserable.

Pero tampoco entonces mi sorpresa venía de las condiciones de los repartidores pues, al fin y al cabo, la explotación de los más frágiles no es ninguna novedad en la historia de la humanidad. Más criticable es que a ese abuso de una posición de dominio quiera dársele una visión amable, dado que el reparto se soporta en la digitalización y es respetuosa con el medio ambiente (la mayoría de repartidores van en bicicleta).

Mis críticas se orientan especialmente a todo ese entramado que loa a la compañía. No consigo entender cómo ha recibido todo tipo de premios y reconocimientos por parte de business schools e instituciones globales de prestigio. Me pregunto si los jurados de esos premios no percibían el modelo laboral sobre el que se sustentaba la compañía o, si bien, ya les parecía correcto. Estoy seguro que en los discursos que acompañaron las ceremonias de entrega de premios se mencionó la contribución de la empresa a un mundo mejor. Ello, al margen de las continuas alabanzas de líderes empresariales y medios de comunicación especializados.

De todo ello, deberíamos extraer un par de lecciones. La primera, que resulta insostenible el modelo de relación laboral de muchos trabajadores de empresas de la llamada, en un ejercicio de profunda hipocresía, economía colaborativa. De la misma manera, la innecesaria precariedad laboral y los abusos en la externalización conforman un colectivo muy numeroso, especialmente de personas jóvenes, a las que se les cierra la posibilidad de una vida digna.

La respuesta de Glovo al suceso, señalando que el fallecido no era trabajador suyo y que, pese a ello, se hacía cargo de la indemnización, no hace más que confirmar el despropósito generalizado. Llevados por la necesidad, los repartidores y sus conocidos se ceden la mochila de la compañía para repartir, especialmente, hamburguesas y patatas fritas.

La segunda, que debe surgir de las propias élites económicas la exigencia de reconducir aquellos excesos del capitalismo de nuestros días. Aquí, también, el grado de hipocresía no es menor. ¿Cómo se puede hablar de ética y responsabilidad social y legitimar determinadas prácticas empresariales? ¿Cómo podemos enorgullecernos de aquella nueva economía soportada en una explotación laboral?

Si los buenos empresarios tradicionales, que abundan, y los buenos empresarios digitales, que abundan, no alzan la voz contra excesos cometidos por otros, llamados, empresarios, no pueden quejarse del bajo reconocimiento social de la figura del empresario. Y si la política no se compromete en gestionar los efectos no deseados de la globalización y la revolución tecnológica, no podemos sorprendernos del auge del populismo.