Sor Juana Inés de la Cruz / MIGUEL CABRERA

Sor Juana Inés de la Cruz / MIGUEL CABRERA

Pensamiento

Sor Juana Inés de la Cruz y el sentir de la dignidad

La religiosa fue la mayor figura de la literatura hispanoamericana del siglo XVII y una pionera en la defensa de la igualdad entre hombres y mujeres

9 junio, 2019 00:00

La mayor figura de la literatura hispanoamericana del siglo XVII se llamaba Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana. Nació en una alquería de San Miguel de Nepantla en México en 1648, aunque algunos de sus biógrafos sitúan su nacimiento en 1651. Fue hija de la criolla Isabel Ramírez de Santillana y del vasco Pedro Manuel de Asbaje y Machuca de Vargas. Fue la tercera hija de esta relación no matrimonial. La propia Juana, que nunca mencionó el nombre de su padre, se hizo eco en su obra poética de algunos comentarios negativos sobre sus orígenes.

Su familia materna tuvo un notable poder económico. Tras la relación con su padre, su madre conoció al capitán Diego Ruiz Lozano con el que tendría otros dos hijos. Juana dejó la hacienda materna muy pronto, aprendió a leer a los tres años, enseñada por su hermana mayor y se fue a México con una tía. Los parientes se desentendieron pronto de ella y la cedieron a la Marquesa de Mancera, Leonor Carreto, virreina de México, a cuyo servicio entró Juana a los quince años. Se convirtió en compañera inseparable de la virreina y tutora de la hija de ésta. Cuatro años después, decidió ingresar como novicia en el convento de San José de las Carmelitas Descalzas. Por la severidad de la orden acabó optando por una orden más acorde con su talante y tomó los hábitos en el convento de San Jerónimo en febrero de 1669. Desde entonces, pasó a ser conocida como Sor Juana Inés de la Cruz. Ella dio a su ingreso en el convento una explicación: “Éntreme religiosa, porque, aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales) muchas repugnante a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación”. Pretendía como ella decía “vivir sola, no tener ocupación alguna obligatoria, que embarazase la libertad de mi estudio”.

No le faltaron dudas y vacilaciones que resolvió el jesuita Antonio Núñez de Miranda, confesor de los virreyes y calificador del Santo Oficio. Su padrino, al ingresar en el convento fue el rico Pedro Velázquez de la Cadena que pagó la dote de tres mil pesos. Vivió confortablemente en el convento, apoyada por los virreyes Mancera y los que siguieron a éstos, los marqueses de la Laguna del Campo Viejo. Leonor Carreto, su primera protectora, fue la Laura de sus poemas. La nueva virreina María Luisa Manrique, fue la Lysi de la obra poética de Juana. Su pasión por la lectura fue extraordinaria, con una formación cultural excepcional. Participó en tertulias de la Corte y, en su celda, escribiría unas 180 obras de teatro y lírica, influenciada por los Lope, Calderón, Tirso o Góngora. Sus obras se publicarían en tres volúmenes de 1689 a 1700.

Caería en desgracia a partir de la publicación de un texto (La Carta Atenagórica) en el que la monja disputaba con el jesuita portugués Antonio Vieyra sobre cuestiones teológicas. Una afirmación la puso directamente al lado de la herejía: “El estilo que he de guardar en este discurso será este: referiré primero las opiniones de los santos y después diré también la mía; mas con esta diferencia: que ninguna fineza de amor de Cristo dirán los santos, a que yo no dé otra mayor que ella; y a la fineza de amor de Cristo que yo dijere, ninguno me ha de dar otra que la iguale”.

La Carta la publicó el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santacruz, disimulando el nombre de la monja bajo la identidad ficticia de Sor Filotea de la Cruz. A ella, el obispo añadió un prólogo de reconvención a Sor Juana por su excesivo apego a la discusión y a la lectura profana. Ante el revuelo producido, la monja reaccionó. Ya había escrito una carta dura al jesuita Núñez. Lo rechazó como confesor y mantuvo su dignidad muy alta: “¿Soy por ventura hereje? Y si lo fuera, ¿había de ser santa, a pura fuerza? Ojalá la santidad fuera cosa que se pudiera mandar, que con eso la tuviera yo segura; pero yo juzgo que se persuade, no se manda, y si se manda, prelados he tenido que lo hicieran; pero los preceptos y fuerzas exteriores si son moderados y prudentes hacen recatados y modestos, si son demasiados, hacen desesperados; pero santos, sólo la gracia y auxilios de Dios saben hacerlos. ¿En qué se funda pues este enojo? ¿En qué este desacreditarme? ¿En qué este ponerme en concepto de escandalosa con todos? ¿Canso yo a V.R. con algo? ¿Hele pedido alguna cosa para el socorro de mis necesidades? ¿O le he molestado con otra espiritual o temporal?... Es porque ya no puedo más, que como no soy tan mortificada como otras hijas en quien se empleara mejor su doctrina, lo siento demasiado”.

Pero sobre todo, se hizo famosa su Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, un documento literario singular, en el que Juana repasa su vida de monja y justifica su situación a consecuencia de un temperamento apasionado por el estudio y que nunca ha podido desarrollar con los moldes adecuados propios de la educación de varones. Considera que el trabajo de cocina del que se ocupan las mujeres no es obstáculo para la actividad intelectual: “Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”. Demuestra la viabilidad y la utilidad de la lectura. Reflexiona sobre los riesgos de que de la educación femenina se ocupen los hombres reivindicando el papel de las mujeres ancianas doctas: “Por lo cual, muchos quieren más dejar bárbaras e incultas a sus hijas que no exponerlas a tan notorio peligro como la familiaridad con los hombres, lo cual se excusara si hubiera ancianas doctas, como quiere San Pablo, y de unas en otras fuese sucediendo el magisterio como sucede en el de hacer labores y lo demás de costumbre. Porque, ¿qué inconveniente tiene que una mujer anciana, docta en letras y de santa conversación y costumbres, tuviese a su cargo la educación de las doncellas?”.

Se ha debatido, a menudo, sobre el feminismo de Sor Juana. Unos lo niegan (Alatorre, Marrim); otros lo afirman (como Octavio Paz). A la monja le preocupaba lo que ella llamaba la “inmediación” de los hombres: “Y no hallo yo que este modo de enseñar, de hombres a mujeres, pueda ser sin peligro, si no es en el severo tribunal de un confesionario o en la distante decencia de los púlpitos o en el remoto conocimiento de los libros, pero no en el manoseo de la inmediación. Y todos conocen que esto es verdad; y con todo, se permite sólo por el defecto de no haber ancianas sabias; luego es grande daño el no haberlas. Esto debían considerar los que, atados al mujeres en la Iglesia callen, blasfeman de que las mujeres sepan y enseñen”.

El obispo de Puebla, al que iba dirigida la respuesta, dio por no recibida la carta. El jesuita radicalizó su hostilidad hacia esta religiosa. La muerte del virrey, la rebelión popular de 1692 y la presión inquisitorial consiguieron hacer tambalear la fortaleza de Sor Juana, especialmente a partir de la publicación, en Sevilla, del segundo tomo de sus obras completas, que aún le generó más enemigos. Lo cierto es que se hundió moralmente y dejó de escribir en 1693. Vendió su extraordinaria biblioteca y pasó los dos últimos años de su vida humillándose ante sus detractores, firmando siempre: “Yo, la peor de todas”, al mismo tiempo que desarrolló los trabajos más penosos del convento. Murió en abril de 1695, víctima de una epidemia. Era todo un carácter.