El pasado sábado, el diario El Mundo, en su recomendable serie Los intelectuales y España, publicaba una entrevista al sociólogo César Rendueles a cargo de la perspicaz periodista Lucía Méndez. Este joven profesor de la Complutense está considerado uno de los inspiradores filosóficos de Podemos y sus reflexiones sobre el populismo, la socialdemocracia, el legado del marxismo o el "capitalismo canalla" (así se titula el libro que lo dio a conocer) siempre resultan interesantes, se esté de acuerdo o no con él. Sin embargo, cuando en la entrevista se le pregunta sobre si la crisis catalana está perjudicando a las izquierdas, su respuesta se resume en la repetición del axioma según el cual la madre del problema es que "el PP ha sido capaz de manipular el conflicto en su beneficio".

Rendueles reconoce el error de haber "regalado a la derecha la bandera y la idea de España" pero reitera la acusación, que siempre actúa de eximente para el independentismo, de que los populares han instrumentalizado y alimentado la crisis política en Cataluña con un objetivo electoral. A Pablo Iglesias, Ada Colau o a Xavier Domènech se lo hemos escuchado decir infinidad de veces. Y seguramente si hiciéramos ahora mismo una encuesta en la calle mucha gente opinaría que en la actitud del Gobierno de Mariano Rajoy ha existido un cálculo electoral. Sin embargo, lo que las urnas demuestran desde 2012 es que los populares, si en verdad han intentado manipular el conflicto en su beneficio, lo han hecho estrepitosamente mal. Peor, imposible. Ese año obtuvieron 19 diputados y el 13% de los votos, pero a medida que la tensión separatista se ha ido agravando su caída ha sido en picado: de 11 diputados y 8,5% de sufragios en 2015 hasta perderlo casi todo el pasado 21D, con 4 diputados raspados y un ridículo 4,2% de apoyos, quedando en última posición por detrás de la CUP.

El PP de Rajoy se ha ganado a pulso la deserción de sus votantes porque las repetidas frases de firmeza constitucional no se correspondían con una praxis política de acuerdo con la gravedad del problema

Hoy se inaugura en el Parlament una nueva legislatura, que elegirá una Mesa con mayoría independentista para una investidura que, antes o después, acabará haciendo president a un candidato que no será Carles Puigdemont. El separatismo ha fracasado en su chantaje al Estado y el resultado es que sus líderes están en prisión o huidos de la justicia. Sin embargo, la derrota más severa se la ha llevado el partido de Mariano Rajoy y Soraya Sáez de Santamaría. Tratándose del partido del Gobierno, merece la pena preguntarse por qué el PP, al que muchos suponían poseído por un afán tan calculador, ha perdido dos tercios de su electorado en Cataluña desde 2012, que han pasado a engrosar el espectacular crecimiento de Ciudadanos. Pues bien, básicamente se debe a que sus máximos dirigentes monclovitas se han  refugiado en un pensamiento casi tan mágico como el de los independentistas, consistente en negar la realidad.

En 2014, el Gobierno insistió en que la consulta soberanista del 9N no iba a realizarse, aunque tampoco hizo nada para impedirlo, más allá de recurrir al Tribunal Constitucional. Podía haber realizado un primer requerimiento al entonces president Artur Mas por la vía del artículo 155, tal como ayer mismo Felipe González sostuvo públicamente que debía haberse hecho. El PP disponía de cómodas mayorías absolutas en el Senado y en el Congreso, y ni Podemos ni Ciudadanos existían en las Cortes. Pero en Moncloa optaron por un vergonzoso pacto entre bambalinas con los soberanistas que, al final, acabó en burla y escarnio para Rajoy, que salió días más tarde a negar que en Cataluña se hubiera celebrado ninguna consulta. Tres años después, se ha producido la misma negación de la realidad para consternación de sus votantes que no pudieron dar crédito a que la mañana del 1-O hubiera colegios abiertos con urnas y papeletas para celebrar un simulacro de referéndum. Es evidente que la cadena de fallos ha sido enorme, empezando por los servicios de inteligencia, que se suponían en alerta ante una amenaza tan grave para el Estado como es la desintegración territorial, o el escaso trabajo que ha realizado la Delegación del Gobierno en Cataluña, aunque al frente hubiera un hábil comunicador como Enric Millo. En paralelo, recordemos también el fiasco de la operación diálogo en el primer semestre de 2017, encabezada por la plenipotenciaria vicepresidenta que llegó a considerar a Oriol Junqueras nada menos que como un "político fiable".

El PP de Rajoy se ha ganado a pulso la deserción de sus votantes porque las repetidas frases de firmeza constitucional, a veces incluso un tanto chulescas, no se correspondían con una praxis política de acuerdo con la gravedad del problema. A ello hay que añadir un comportamiento ejecutivo gandul cuando no manifiestamente incompetente. El PP no ha seguido en la crisis catalana otra filosofía que "esperar y ver", creyendo que el problema secesionista se resolvería en sus propias contradicciones, sin jamás llevar la iniciativa política. A veces por pura indolencia. El desastre lo ha pagado muy caro en Cataluña pero, como consecuencia del auge de Ciudadanos, su posición en el conjunto de España se encuentra ahora seriamente amenazada.