En el Parlamento de Cataluña no hay nada que hacer. Sus diputados podrían estar hablando una semana seguida y no saldrían de sus respectivas zonas de confort. Los independentistas oficiales (JxCat y ERC) permanecerían atrincherados en la excepcionalidad como excusa para ignorar el gobierno del país, los secesionistas díscolos (CUP) apelarían a dicha excepcionalidad para saltar épicamente al vacío; Ciudadanos y PP utilizarían su propio concepto de excepcionalidad (el supuesto autoritarismo de todo proceso de construcción nacional) para atizar a los socialistas como cómplices de todo desvarío por no sumarse a su beligerancia; los Comunes se ofrecerían para caminar junto al independentismo en la denuncia de los excesos de Estado y para participar de una negociación de presupuestos que nunca llega a buen puerto, y el PSC defendería su compromiso con el buen gobierno de la Generalitat, siempre y cuando se abandonara su instrumentalización como maquinaria al servicio de la mitad independentista de los catalanes.

El horizonte empuja al pesimismo; únicamente Miquel Iceta intentó truncarlo, formulando una oferta de colaboración en un sola frase: “Aquí estamos por si quieren gobernar sin excesos”. Se entiende, gobernar los 40.000 millones anuales de los que dispone la Generalitat, y los que puedan ganarse con una modificación del sistema de financiación autonómica, para reanimar al país y sus instituciones tras demasiados años de dejadez gubernamental.

Iceta no pide al independentismo que renuncie a su sueño, tan solo que permita a los catalanes en su conjunto respirar, evitando ahogarles en la indiscutible excepcionalidad judicial, pero también en la confusión entre deseos y realidad que Torra maneja con un desparpajo colosal. Es muy posible que los Comunes estuviesen de acuerdo con una propuesta de este tipo, pero hoy por hoy están extraordinariamente afectados por el portazo de Pedro Sánchez a su aspiración de participar en un gobierno de coalición en su condición de guías morales de la izquierda, olvidando que si a fecha de hoy no existe tal gobierno es porque su líder, Pablo Iglesias, dijo que no en la tribuna del Congreso.

Tampoco el primer secretario del PSC, por dar vida a un gobierno de defensa de la Generalitat, renunciaría a su crítica a la política de confrontación auspiciada por Torra en su discurso de Prada. Ayer, citando la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que no hace tanto dejó claro que el derecho a la desobediencia institucional no existe, lamentó tener que recordar las consecuencias tormentosas de haber situado las instituciones fuera de la legalidad en el otoño del 17.

La apuesta por salvar a la Generalitat no prosperará, salvo ataque de lucidez impensable en tiempos electorales en los que el manual dice que no hay que conceder ni un milímetro al adversario. El presidente Torra ni siquiera respondió a la oferta de Iceta, en su caso no tanto porque haya elecciones, simplemente porque él no ha llegado a la política para trabajar en el gobierno de las cosas ni para defender las instituciones históricas, sino para intentar sustituirlas por la república, asumiendo peligrosamente y unilateralmente el riesgo de perderlas. Y en esta lógica, está mucho más cómodo con el discurso de la CUP.