La insurrección trumpista que ha ocupado el Capitolio, con sus invocaciones a la Nación, a Dios y a la purificación del mundo corrupto, ha sido calificada como una insurrección que ha puesto contra las cuerdas la democracia estadounidense y su constitución. A otros les ha recordado el golpe independentista catalán, con la diferencia de que en Cataluña no hubo irrupción porque los asaltantes ya estaban dentro. Otras opiniones han querido ver en el violento episodio la precuela de El cuento de la criada. La exitosa e impactante serie --basada en la novela de la escritora canadiense Margaret Attwood-- recrea una dictadura en una pequeña parte de unos Estados Unidos devastados por la guerra civil y el cambio climático. Las mujeres que se opusieron a la creación de la dogmática e integrista República de Gilead son esclavizadas como criadas fértiles para tener hijos, como martas (servicio doméstico), como prostitutas para los ortodoxos comandantes o como obreras en colonias, basureros de residuos radiactivos que recogen a pico y pala.  

Las distopías son imaginarias realidades cargadas de metáforas sobre las deshumanizadoras consecuencias de posibles estados totalitarios. Un futurible mundo tan devastado y represor incomoda siempre, haya populismos fascistoides en expansión o no. Todo puede ir a peor, cierto, pero alivia constatar que aún no haya sucedido. Más inquietantes son esas representaciones cuando se gira el punto de mira hacia un pasado no demasiado lejano. La pregunta no es cómo no somos capaces de ver lo que está comenzando, sino cómo hemos sido y somos capaces de olvidar lo que ha sucedido y sigue sucediendo.

Los cuentos de las criadas son un sinfín de historias de explotación y silencios. El impacto de la pandemia sobre el sector hotelero ha disuelto como un azucarillo la incipiente y cada más visible lucha de las kellys, ¿se volverá a recuperar el turismo a costa de las pésimas condiciones laborales de esas imprescindibles trabajadoras?  Hemos olvidado que el servicio doméstico ya era el principal sector laboral en las ciudades europeas en el siglo XVIII y que, como ya demostró Carmen Sarasúa, se fue feminizando durante el siglo XIX a medida que los salarios masculinos aumentaban al ritmo que se diversificaba el mercado de trabajo. ¿Qué hubiera sido de nuestro país sin las nodrizas o sin las tatas? ¿Cuántos empresarios y empresarias, cuántos intelectuales de todo tipo y condición o cuántos políticos y políticas deben buena parte sus éxitos al trabajo mal pagado y sumergido de sus criadas?

¿Qué hubiera sido de la burguesía catalana sin sus criadas charnegas? La dictadura nacionalcatólica no fue una distopía sino una tozuda realidad que superó a la ficción. En la Barcelona de la posguerra trabajó un olvidado ejército de criadas fértiles al servicio doméstico de la senyora y del erecto senyor.

La Barcelona burguesa tuvo a bien criar a sus hijos con mujeres --castellanohablantes en su mayoría--, sin que ninguna ley lingüística anticatalana obligara a ello. ¿Cuántas porterías del Eixample, húmedas y sin ventilación, estuvieron habitadas por criadas y su parentela? Siempre hay excepciones, pero los cuentos de las criadas charnegas no hablan de represión franquista sino de explotación y humillación catalanista, de senyors y senyores, agraïts con el orden de la dictadura.

La Barcelona de los cuarenta, cincuenta y hasta sesenta fue, además, el mejor y más variado escaparate nacional de la prostitución más fresca y oronda llegada del mundo rural. Y los basureros de la montaña de Montjüic, por una ladera o por la otra, fueron escamondados por una legión de mujeres que (mal)vivían con sus niños y demás parientes en chabolas y casetas, levantadas de un día para otro. ¿Ya hemos olvidado El día del Watusi? Los cuentos de las criadas charnegas no son una distopía, son la otra historia de Cataluña, reciente y resistente.