Hace veinte años estuve en las noches revolucionarias de Barcelona. También corté carreteras, paralicé universidades, incendié barricadas, apedreé mossos d’esquadra, colapsé la Cataluña invadida durante siglos por España. Mi viejo profesor me había enseñado que más vale enfrentarse al invasor que doblegarse y caer. Era un sistema putrefacto, herencia de un franquismo sin fin gracias a una burguesía catalana venal y entregada a la intendencia del ejército invasor. Ahí estaban las clases medias del Eixample, tan satisfechas de sí mismas, como mis padres. Esa psicología de tendero es lo que me llevó a la revolución. La revolución por la revolución. Cataluña sobre todas las cosas.

Ahora miro hacia atrás y pienso en los años posteriores, cuando la economía de Cataluña, el alma de esos pequeños comerciantes con ordenador portátil, quedó desolada por aquella revolución de noches ardientes y mañanas de humareda en las vías de acceso, con el puerto colapsado por nuestra estrategia revolucionaria, con el aeropuerto que ocupamos y tuvimos que desocupar cinco veces. Sé que mi padre estaba orgulloso de mí. Pasaba toda la jornada mirando TV3, temía por su ridículo patrimonio pero en el fondo me veía como un guerrero de la Cataluña mítica en una lucha irreconciliable con la España caduca y, en definitiva, con una Europa que nos había traicionado y dejado solos.

Luego he comprendido, con mayor satisfacción, que hace veinte años no luchamos contra el sistema sino a favor del pre-sistema. En apariencia, perdimos el combate y Cataluña sigue invadida, en manos de tenderos, pero yo sé que algo dejó de ser lo que había sido. Como decía mi viejo profesor y constaté en aquellas noches fervorosas de hace veinte años, en medio de una masa los individuos cambian de conducta, adquieren una mentalidad común. Volveremos pronto a la unidad mental de las masas. Seremos los líderes cuyo comportamiento la masa imita. Ya sabíamos que la revolución consiste en inducir a comportamientos irracionalmente miméticos. Sigue siendo así, aunque vivamos en un mundo presuntamente feliz.

Puede parecer una paradoja, pero ahora doy clases en una de aquellas universidades que ocupamos hace veinte años aunque se resistían los estudiantes becados para mayor gloria del sistema. Eran la coqueluche de la Cataluña codiciosa, hedonista y podrida. Algunos de sus hijos asisten a mis clases. Les explico en días alternos que el odio es la razón de existir y que el único instrumento del cambio es la violencia. Estoy seguro que muy pronto vamos a resucitar la Europa de las masas. Será la gran oportunidad para la Cataluña republicana. Nuestro fascismo regenerativo se impondrá. Ya lo decía Lenin.

Mientras tanto, veo con desprecio una Cataluña en manos de los algoritmos de España y añoro con pasión aquel caos que alejó de Barcelona los cruceros mediterráneos, quemó miles de contenedores y estuvo a punto de derruir la Sagrada Familia. El euro era una rendición; el pacto, la servidumbre. Y en eso seguimos. Es la Cataluña sometida en los años cuarenta de un siglo deleznable. Pero no todo está perdido. España continúa siendo una monarquía pero eso va a durar poco tiempo. El sistema del capitalismo se hunde. Estoy convencido de que los Mossos d’Esquadra se arrepienten de haberse sometido a la invasión franquista de entonces. Pronto los vamos a tener de nuestro lado. No hay sueños imposibles, como escribí en el ensayo Volveremos a hacerlo.