Barcelona se encuentra en la encrucijada del ecuador de la segunda aventura colauita. El momento es especialmente delicado al haber sufrido la ciudad los efectos devastadores de una pandemia, agravada por los últimos coletazos del procés y la falta de un modelo definido de ciudad, lo que sin duda dificulta abordar los retos de futuro.
El colauismo es un movimiento marcadamente populista que se caracteriza por un fuerte hiperliderazgo con ribetes autoritarios y que incorpora elementos de adanismo, ecologismo difuso y fobias que permiten cohesionar a sus seguidores. Un adanismo que los llevó a pensar que la democracia entró en el ayuntamiento el mismo día que accedieron al poder. Un ecologismo difuso que se manifiesta en una cruzada contra el coche y la industria del automóvil, de marcado signo populista-demagógico, que provoca la estrangulación de la economía. Y, por último, las fobias al vehículo privado, y a cualquier política de ampliación de infraestructuras sean aeroportuarias, hoteleras, culturales, de movilidad… con una especial animadversión hacia el turismo.
Barcelona, como todas las grandes ciudades, tiene graves problemas de movilidad que provocan un alto grado de contaminación, lo que perjudica la salud de sus ciudadanos. La contaminación forma parte de la agenda de gobierno de la mayoría de las ciudades europeas, que se han visto obligadas a aplicar políticas de restricción de la movilidad para intentar reducir emisiones (CO2 y gases de efecto invernadero). Sin embargo, la aplicación autoritaria y desproporcionada de un llamado “urbanismo táctico” provoca fuertes restricciones de movilidad que podrían conducirnos a la desertización económica del centro urbano barcelonés. El Ayuntamiento de Barcelona está demostrando una gran incapacidad para preservar el óptimo funcionamiento del binomio movilidad-productividad.
La movilidad sostenible debe girar alrededor de la potenciación tanto del transporte público como del individual. En el futuro, la promiscuidad funcional en la que vivimos y la movilidad discrecional hará que cada vez más la movilidad individual tendrá mayor protagonismo, por ello será necesario el desarrollo de las nuevas tecnologías de bajas emisiones en los vehículos privados. Barcelona debería apostar por liderar ese cambio tecnológico, ser una ciudad friendly con las nuevas tecnologías de la movilidad sostenible. Una ciudad que apueste por la creación de centros de investigación capaces de desarrollar las nuevas tecnologías de vehículos híbridos tanto convencionales como enchufables, eléctricos con batería de litio y con pila de combustible de hidrógeno.
El transporte publico seguirá siendo el vector principal de la movilidad sostenible. El sistema ferroviario de cercanías y metropolitano, cada vez más automatizado y conectado de forma inteligente y digital, seguirá siendo el transporte de masas del futuro. En superficie, la red de autobuses urbanos, por su accesibilidad, capilaridad, versatilidad y su sostenibilidad medioambiental, al incorporar nuevas tecnologías de bajas y nulas emisiones (híbridos, eléctricos, hidrógeno), es un instrumento de transformación urbana altamente eficiente.
Barcelona es hoy una ciudad sin ambición y sin un modelo de crecimiento armónico y sostenible. Un gobierno municipal donde los comunes en solitario y de forma suicida se han instalado en el no a todo lo que suponga empuje para la urbe: no a la ampliación del aeropuerto, no al museo del Hermitage, no al hotel Four-Seasons, no a la llegada de cruceros...
Barcelona está saliendo de una grave crisis socioeconómica provocada por una pandemia sanitaria que ha provocado un repunte de la desigualdad, que nos ha conducido a niveles de hace 15 años. Necesitamos un ayuntamiento emprendedor que apueste por la generación de riqueza y la creación de empleo. Ahora más que nunca será necesario apostar por la colaboración público-privada y el liderazgo de empresas tractoras capaces de reactivar la economía con la difusión por todo el tejido productivo de los fondos europeos. El núcleo motor de la economía de la ciudad son las tecnológicas y los servicios de alto valor añadido; las pymes, las empresas de iniciativa socioeconómica y las de “economía de proximidad” actúan como orbitales que se mueven y alimentan alrededor de ese núcleo motor.
Barcelona ha dejado de ser atractiva. Según la Encuesta de Servicios Municipales que realiza periódicamente el ayuntamiento, un 30% de los barceloneses preferiría vivir fuera de la ciudad, cuando en el año 2017 eran solamente el 15,5%. La pandemia puede explicar muchas cosas, pero seguramente no lo explica todo.
Nuestra ciudad está sumida en una profunda crisis socioeconómica. Se necesita un modelo de ciudad que crea en la colaboración público-privada y que a través de la generación de riqueza y de su distribución pueda crear puestos de trabajo. Barcelona no puede seguir siendo un laboratorio de pseudoecologismo de marcado signo populista que provoca la estrangulación de la economía, ni un decorado de parque temático, ni la capital de una república inexistente. Hay que recuperar la ambición de la Barcelona maragalliana, la de la complicidad público-privada, capital de la innovación y del conocimiento, la cosmopolita capital del Mediterráneo.