Me dicen que ha muerto Antonio Franco y no me lo creo. Siempre pensé que aquel gigante, que fue mi director, iba a ser inmortal. Ese gigante bueno, amante del fútbol y de su familia, del humor casi negro y del periodismo, le plantó batalla durante años a su propio corazón, también a un cáncer que sufrió y venció en varias ocasiones. La última vez que hablamos largo y tendido fue en el londinense aniversario de boda de nuestra común amiga periodista Conxa Rodríguez. Al verme y, tras darme uno de sus abrazos de oso, dijo: “Qué bien te veo, enemiga de mi alma. Hemos perdido a muchos amigos, pero vamos a brindar por ellos”. En el barco/golondrina, en el Támesis, brindamos por Pepito Martínez Ibáñez, por José María Sirvent, por Xavier Batalla, por Josep Pernau

En esas estábamos, riéndonos de las anécdotas que habíamos vivido juntos y con nuestros queridos fallecidos, cuando el barco metió un frenazo y vi como Antonio se me caía encima. Aunque el cáncer le había adelgazado mucho, seguía siendo un gigante y mis 50 kilos debajo de su impresionante cuerpazo iban a quedar, al menos, muy maltrechos. Pero se agarró a la barandilla y se cayó a un lado. Él decía que era un “xava”, un chico de barrio, pero era un caballero comprometido con la sociedad en la que vivía.

Le conocí en el muy breve período a finales de los 70 en que estuvo a punto de trabajar en Mundo Diario, cuya redacción tenía más comunistas por metro cuadrado que ningún otro rotativo. Él tenía unos 30 años y yo 18. Vino, supongo que llamado por el nunca suficientemente recordado maestro Pernau, nos dio la mano a los que allí andábamos, preguntó mucho y desapareció. Yo pensé que no le habíamos gustado, pero resultó que Antonio Asensio le había ofrecido inventar y dirigir un nuevo diario, El Periódico de Catalunya. Se llevó a los mejores de Mundo Diario y, en ese período, me entrevistó. Me preguntó qué hacía y le dije que un poco de todo: archivaba fotos, escribía de deportes y era corresponsal en el Baix Llobregat. Al irse, dijo: “Volveremos a encontrarnos cuando seas mayor”. Y me sentó fatal, claro.

Yo también dejé MD, periódico que sucumbió a las primeras crisis del papel. Supe después que el diario de Franco estaba teniendo mucho éxito porque me lo iban contando los amigos con los que me carteé durante los cuatro años posteriores, en los que viví y trabajé en Reino Unido y en Australia. Cuando volví de las Antípodas, deseaba más que nada trabajar de nuevo en una redacción de las buenas, llena de ruido y de historias por contar. Gracias a Walter Oppenheimer, que me habló del nuevo proyecto de El País de Barcelona e intercedió por mi ante Carlos Pérez de Rozas, nuestro profesor de compaginación en la UAB, a los pocos días estaba dentro, dibujando páginas. Una noche, en la que cerraba el periódico con el redactor jefe José Antonio Sorolla, Antonio me vio y soltó: “Qué haces aquí, enemiga. ¿No te habremos contratado? Pues espabila y sal pronto de ahí. No dejes que Carlitos te convenza para quedarte con él. Por lo que recuerdo, ibas al fútbol y escribías correctamente”.

Durante años pensé que no le gustaba trabajar con mujeres, que prefería a sus chicos. De hecho, en aquel El País de Barcelona de los primeros tiempos no teníamos ninguna jefa de sección que yo recuerde. Antonio era uno de esos hombres que había estudiado en colegios de curas y estaba acostumbrado a salir y entrar con sus grupos de amigotes, incluso en el trabajo. Un día me contó que había sido monaguillo, pero que se había quitado de la iglesia gracias a su mujer; me habló de ella, de Mylène, con adoración. Era medio francesa, hija de un republicano exiliado. La conocí poco después. Una mujer guapa, culta y de carácter, que se reía de Antonio y de su sombra. Con esa señora al lado, mi nuevo director ganó puntos y todo mi respeto.

Incluso hubo un momento que entré en su grupo de chicos favoritos, hasta fui al fútbol con el director. Recuerdo ese día mítico. Antonio Franco, Walter Oppenheimer y yo fuimos a ver un Español-Barça y resultó que nuestras entradas, que no eran de las buenas, estaban debajo de gradas completamente ocupadas por hinchas del Español. En el minuto uno, Antonio y Walter, abrigados por sendas bufandas blaugranas, empezaron a jalear a su club a grito pelado. Les avisé que estábamos en medio de pericos cada vez más enfadados, pero ellos siguieron a lo suyo hasta que cayó sobre nuestras cabezas una tromba de huevos frescos, dejándonos hechos unos zorros. Ya no recuerdo quién ganó. A Antonio, en cualquier caso, le quedaba el Elche, su club de toda la vida, y yo solo quería volver a casa y lavarme la melena. “Para la próxima, enemiga, vente con casco”, dijo el director y me dio un golpe terrible en la espalda. Había sido admitida.

Era un periodista de enorme talla, que valoraba la noticia sobre cualquier otro aspecto del periodismo y cuidaba de su equipo como pocos. Me acuerdo cuando entraba en la redacción de El País y gritaba: “Noticias, quiero noticias de las buenas”. Y las quería contrastadas, bien escritas y sin compromisos detrás. Éramos periodistas, no la voz de ningún amo. Gracias a su confianza, y a la de algunos muy queridos otros, salí de compaginación y empecé a escribir en Economía. Poco después, me fui a Madrid, a esa misma sección, antes de que él decidiera volverse a su verdadera casa, a El Periódico. Durante uno de sus viajes “a los Madriles” estuvimos comiendo churros con chocolate en la calle, y nunca he visto engullir tan rápido.

Siempre quise, Antonio, ser tu amiga. Y creo que lo conseguí. Me gustaba conversar de política, de economía y de fútbol contigo, y no estar de acuerdo en todo. Un día Josep Vilarasau, para entonces mi director en La Caixa, comentó: “Franco me ha dicho que he hecho bien en contratarte, que los redactores te respetan porque fuiste una buena periodista”. Gracias por esa bonhomía, ese espíritu dialogante y esa cordialidad que tanta falta nos hace. Querido amigo, eres uno de los inmortales. Sigues con nosotros.