El obsequio del señor Torra al señor Sánchez al visitarle en el palacio de la Moncloa, el obsequio de una botella de ratafía, no sólo es una prueba de concordia sino de amor entregado y sublime. Al regalarle la ratafía se regala a sí mismo (simbólicamente), y nos regala a todos los catalanes;  ya que, como dijo el otro día el mismo Torra, “som ratafia”. Al bebernos, a lo mejor en compañía de amigos y de parientes, el presiente del Gobierno oficiará el sacrifico incruento, acto de canibalismo trascendente pero indoloro, comunión laica. ¡Bien por Torra!

Llega este don sacrificial de sí mismo y de todos nosotros en un momento que era francamente delicado. En un momento del tórrido verano en que las contradicciones entre el lenguaje que nombra las fantasías del nacionalismo y su delirio hasta hace poco calculado y controlado --en la estela de la paranoia-crítica de Salvador Dalí: es decir, consideración de la propia paranoia no como un hándicap o problema de salud mental, sino como herramienta que coadyuva a analizar el mundo y alcanzar los objetivos que uno se proponga-- había chocado con la realidad de los hechos, con la manifestación luminosa de la verdadera relación de las fuerzas contrarias y la irritación alcanzaba una temperatura agobiante.

Resultado del choque de trenes entre el lenguaje kitsch de los sueños igualmente kitsch y el monótono rigor del código penal. Esto hizo entrar en estado de ebullición y manifestarse el substrato psicopatológico bajo las sonrisas del Movimiento Nacional. El campo semántico voló en mil pedazos; los conceptos con los que se agitaba y movilizaba a la tribu, la poética acuñada por Artur Mas y su camarilla, dejaron de tener sentido, negada por el principio de realidad. Las promesas de un futuro maravilloso, las solemnes declaraciones de autosuficiencia y superioridad, los pomposos rituales revelaron su carácter insustancial, fantasioso y algo chiflado; y con las palabras, la realidad que éstas habían creado condujeron a un estado general de contradicción casi insoportable, cuyo asombroso colofón (hasta ahora), ya subrayado por algunos analistas, unos con sarcástico recochineo y otros con rabiosa pesadumbre, ha sido el traslado de los héroes caídos a cárceles del territorio catalán, regidas por la Generalitat: ahora el prusés hace de carcelero de sí mismo, o, por utilizar uno de sus conceptos queridos, el prusés tiene “secuestrado” al mismo prusés.

Para llegar a este paisaje después de la batalla, a este erial del sentido, las fuerzas ultranacionalistas se habían ido preparando eligiendo a dedo a caudillos cada vez más someros. Artur Mas era intelectualmente más débil que Jordi Pujol y tenía un sentido de la realidad mucho más incierto y desviado. Se vio desde el primer momento cuando asumió ceremoniosamente el poder en compañía no de una, sino de nueve banderas de Cataluña, proporcionando una imagen exagerada en la que sin embargo nadie advirtió un signo alarmante de desequilibrio. O cuando emulaba a Charlton Heston posando como Moisés en La Biblia; o cuando adelantaba elecciones “plebiscitarias” para disponer de una mayoría indiscutible y en vez de obtenerla se daba un fuerte batacazo, empezando la deriva que condujo a la desaparición de la coalición con la que hasta entonces había venido gobernando y hacia la previsible desaparición de su partido. La alianza con una fuerza política anarcoide que cultiva la acción callejera y el “activismo” y sueña con la revolución le obligó a renunciar al poder, trance para el que acuñó un nuevo eufemismo: “Dar un paso al lado” le ahorraba la admisión de la derrota y le permitía presentarla como un voluntario acto de generosidad en bien del proyecto común (La fórmula debió de parecer acertada porque desde entonces no se renuncia ni se admite la derrota, sino que se dan “pasos al lado”, con la esperanza de así seguir conectados de alguna manera, aunque sea vicaria, a la dirección del Movimiento Nacional).

Se le permitió elegir a su sucesor, y lo eligió, no se sabe si movido por un rencor vengativo al mundo o porque no supo hacerlo mejor, a alguien más invertebrado: don Carles Puigdemont. Éste llevó el prusés hasta el mencionado choque de trenes. Y entre los restos de la colisión catastrófica mientras ponía pies en polvorosa designó a otro peor aún: Quim Torra, “el Le Pen español”, según le definió Pedro Sánchez después de leer algunos artículos de su curiosa obra periodística.

Con Torra, el kitsch lacerado del Movimiento Nacional, también llamado Prusés, renuncia por exasperación a las bellas palabras y a las ambigüedades risueñas y revela su meollo enajenado, crispado, supremacista. Muestra también el Molt Honorable una preocupante dislocación, cuando se hace expulsar, por armar bronca, de una fiesta en Washington, o cuando, abrazado a un botellón esférico lleno de ratafía (un orujo dulce), pronuncia un discurso etnicista bastante divertido a su pesar, contándonos que ya el abuelo de su abuelo destilaba ratafía; que no es sólo un brebaje, sino que la ratafía también “es paisaje”, “es familia”, “es tradición”, “la ratafía es un poco quienes somos”, “nos une, nos hace más fuertes como país”.

¿Se encuentra bien? ¿De verdad somos --o son-- ratafía? Ayer, en la Moncloa, procuró bajar el tono, era lo que tocaba. Pero todo apunta a que Beyond here lies nothing.