¿Nació en Nepal? Lo que es seguro es que el ciclista ha muerto en la Gran Vía de Barcelona, arrollado por un camión de la basura. Tal vez andaba él sorteando obstáculos y apurando semáforos, cuando no saltándoselos, como se suele hacer en trabajos como el suyo para llegar un minuto antes, para arañar otro servicio, para asegurarse una mejor puntuación en la app, para ganar un euro más, que sumado a los otros diez... En fin, que se buscaba la vida en la selva del tráfico...

Su muerte no ha sido nada personal, solo negocios.

Es curioso cómo todos los grandes ejemplos de la nueva economía hipertecnológica que hemos recibido --no, no la hemos recibido, la hemos construido acríticamente y con los brazos abiertos, y felicitando, admirando a los chicos listos de las apps, que han sabido no ya encontrar una mina de oro, sino crearla con un logaritmo-- tienen determinadas características comunes: por abajo el trabajo basura, la elisión de las conquistas laborales trabajosamente adquiridas en décadas de lucha obrera, y por arriba, el enriquecimiento vertiginoso de una casta de parásitos sociales también llamados “emprendedores”, que son los accionistas de esas apps.

Gente remota, sin rostro e imposible de caricaturizar como a cerdos tripudos entrados en años, con chistera y habano, porque los Creso de la nueva economía no se parecen a los dibujos de Grosz sino que son gente joven, van en camiseta, frecuentan un gimnasio, hacen zen. Nada de barrigones. Rocanrol, rocanrol...

En el sector que sea, Deliveroo, o Glovo, o Amazon, o Airb&b, o Cabify, etcétera, se repite el nuevo estereotipo, que, caricaturizado, lo podemos describir así:

Un listillo de los algoritmos ingenia, entre paja y paja, una app, y a la semana siguiente ha destruido un sector laboral en la otra punta del mundo y un millón de desdichados trabajan para él, deslomándose por un sueldo de risa, sin ninguna protección social y sin que a los Estados se les ocurra que esto hay que regularlo.

Al cabo de unos años, el listillo del algoritmo dona 1.000 millones a alguna causa benéfica (“no me den las gracias, es que siento la necesidad de devolverle a la sociedad parte de lo que me ha dado”), y Hollywood le hace una biopic.

Tengo una convicción fatalista sobre el futuro de la Humanidad y por consiguiente no puedo ayudar al lector de Crónica Global a decidir si sería mejor fulminar a esas nuevas empresas cool ya, ahora mismo, aunque fuera a costa de dejar en la calle a sus asalariados, de manera que la sobreabundancia de esclavos y el descontento general hicieran inevitable una revolución...

O si sería mejor sostenerlas y dejarlas hacer, para que sus esclavos --también llamados “autónomos”-- puedan roer por lo menos algún mendrugo que si no fuese por ellas no podrían ni oler.

¿Pujan Koirala? ¿Quién era ése? ¿En qué empleaba el tiempo libre?

Ni idea. Solo fue víctima de un accidente de tráfico como se dan tantos.

Cuando a la salida de una fiesta o de un restaurante veo, “in the still of the night”, a un esforzado ciclista con ese gran cubo amarillo a la espalda como un caparazón de preocupaciones, me río del entusiasmo de los futuristas por la velocidad, comparo la borrosa silueta conmigo mismo cuando me vi en parecida tesitura y sopeso la diferencia sustancial entre mis juveniles noches líricas recorriendo Barcelona en Mobylette y el espectáculo tercermundista de hoy; y me pregunto: ¿Qué será lo próximo? ¿La legalización del rickshaw?

¿Y tendremos que celebrar la existencia de los rickshaw porque al fin y al cabo gracias al rickshaw algunos miles de desempleados “redundantes” capean la miseria?

Y a todo esto, ¿nació Pujan en Nepal? ¿En la capital, en una aldea…?

¿O ya nació aquí?

Bueno, en cualquier caso ya no está en ninguna parte.