Con los mena, los menores extranjeros no acompañados, o sea chicos del  Magreb, del Sahel, del Norte de África, que son clandestinamente enviados en pateras o en los bajos de los camiones a España, para que aquí se busquen la vida como puedan, y a los que las instituciones han de dar acogida y buscar una solución de vida, nos encontramos con un nuevo agente social –también con un nuevo problema político, aunque de momento esto es lo de menos— muy significativo del futuro inmediato.

De ese agente social, de ese conflicto político, no se habla salvo entre carraspeos de incomodidad cuando en Castelldefels o en Canet algunos vecinos asaltan las casas-refugios donde se alojan los mena, hartos esos vecinos, dicen, de que los mena en vez de quedarse bien encerraditos en el refugio salgan a la calle a buscarse la vida y eventualmente asalten, roben y peguen a sus hijos. Estas acusaciones según la prensa burguesa hay que atribuirlas al racismo de algunos vecinos egoístas.   

Desde luego, las multitudes de gente buena, generosa, que años atrás se manifestaba por las calles de Barcelona declamando que volem acollir, tienen en la llegada de miles de mena una ocasión única para cumplir ese sueño, esa generosa voluntad hospitalaria. Estoy convencido de que muchos de aquellos manifestantes acuden diariamente a las comisarías de los Mossos donde duermen los mena en a saber qué improvisados catres o jergones, y a los centros de acogida donde la Generalitat les aloja a la espera de que encuentren empleo y puedan valerse por sí mismos… para declarar que la voluntad de acoger que manifestaban en las pancartas de tan emotivas manifestaciones no era mera retórica bonista, postureo progre e idealismo juvenil, sino que iba en serio y que se ofrecen a compartir sus hogares y sus ingresos económicos con esos pobres chicos desamparados, demacrados, flacos, de grandes ojos oscuros y relucientes.

Porque supongo que la bona gent, con el pretexto de “yo ya pago mis impuestos”, no va a dejar toda la responsabilidad sobre la vida y el destino de esos chicos huérfanos y desamparados, de esos mena que huyen literalmente del hambre y la miseria, en manos de la Administración, que se ve desbordada por el fenómeno. Fenómeno, por cierto, que en los próximos años va a crecer exponencialmente. Yo veo a los mena como heraldos de un futuro inevitable, de una migración multimillonaria. A no ser, claro, que levantemos una valla altísima y eléctrica, un muro infranqueable “desde Melilla a Estambul”, como aproximadamente cantaba Serrat en su celebrada canción Mediterráneo, que todos hemos canturreado alguna vez emocionados. 

¿Queremos acoger? Estupendo, es el momento: basta con abrir las puertas y entregar las llaves de casa a alguno de los miles de adolescentes que cada año, y en número creciente, llegan a Barcelona con una mano delante y otra detrás, muchas veces sin saber el idioma español ni –ay— el catalán, habilitar para él un cuartito, ni que sea el más modesto cuarto de los trastos, compartir con el pobre chico el pa amb tomàquet, que según la cocinera Carme Ruscalleda es una prueba del genio de nuestro pueblo, que de su originaria indigencia supo sacar este manjar exquisito.

Volem acollir!”. Sí. Y no seremos tan hipócritas que dejemos a los mena, que han perdido a sus padres y a su familia –con lo importante que es la institución de la familia en las comunidades norteafricanas, donde varias generaciones comparten casa– encomendados a la fría y austera impersonalidad de la Administración, por voluntariosa que ésta sea, para que sobrevivan en albergues como tristes cuarteles, comiendo un rancho inevitablemente insípido y deprimente (¡acordaos del colegio!), escuchando de vez en cuando las peroratas bonistas de algún asistente social bienintencionado que les explica que hay que respetar las leyes, apoyarse entre todos, estudiar mucho y formarse para el futuro, acaso como camareros o recolectores de la fresa, y durmiendo en las literas de los dormitorios fantasmales y sórdidos…

No les vamos a dejar, no les dejamos tan desvalidos y tan solos, nosotros no somos así, pudiendo, como podemos, ofrecerles a algunos de esos pobres chicos de quince, de dieciséis, de diecisiete años que están viviendo en una situación de pavoroso desamparo… el calor de un hogar familiar, de un hogar catalán con sus tres platos de comida al día, y entre esos días a lo mejor el jueves caerá incluso una reconfortante escudella i carn d’olla, y hasta calçots en su temporada, ¡y un traguito, uno solo, de ratafía!

No hace falta ser rico para liberar de la miseria y del abandono a un mena de quince años: piénsese que esos pobres chicos están hechos a la vida difícil. Con pensar que sus padres se han desprendido de ellos y los han enviado a Europa sin tutela, sin dinero, sin una muda de ropa, sin un título universitario, se comprende que, una de dos: o esos padres son especialmente desalmados y desnaturalizados –lo que es inverosímil, teniendo en cuanta la naturaleza humana— o bien sucede que allí “abajo” las condiciones de supervivencia son atroces y pensaron que lo que les fuese a suceder a sus hijos siempre será mejor que lo que ellos puedan ofrecerles.

¡Y lo que puede sucederle a los mena es nada menos que ser acogidos por tu familia! ¡Adelante, porque no solo “vols acollir” sino que “pots” retirar de la calle a un pobre chico, y agradeces que se presente en el umbral de casa la ocasión de satisfacer los anhelos de tu ardorosa generosidad, que es la admiración del mundo entero, y de paso ensayar los modos de una nueva sociedad de vanguardia, una sociedad de fusión multicultural adelantada a los retos tremendos que plantean las migraciones millonarias del cambio climático, del inmediato porvenir!