Que la prensa británica llene páginas y páginas de debates sobre el nieto de la reina que se ha querido independizar de sus tareas de representación e irse a Canadá a vivir con a su esposa lejos de los periodistas entrometidos de sus repulsivos tabloides, pase. Ahora, que también nuestra prensa le dé tantas vueltas a este conflicto insignificante de un star system monárquico ajeno, solo puede responder a una razón: el papanatismo y provincianismo de los españoles. Diles que ese pelirrojo y esa morena anglosajones, jóvenes y más o menos elegantes, son importantes, y devoran lo que les eches sobre ellos como si en algo les afectase.

El caso es que Harry y Meghan, los príncipes de Sussex, se han hartado de encontrarse a un paparazzo escondido tras las cortinas y otro bajo la cama, y otro hurgando en su cubo de la basura, inventándose chorradas escandalosas sobre su vida privada; de manera que prefieren renunciar a su trabajo en la familia real y a una posición social que, francamente, no estaba nada mal, con tal de no ver nunca más la jeta de los Boris Izaguirre y los Peñafieles locales.

Los comprendo perfectamente. Yo también preferiría que no existieran esos tipos, o que por lo menos se me permitiera darle a cada uno cien latigazos en el culo con un knut de alambre de espino. ¡Pero el mundo en que vivimos no es perfecto, sino que está lleno de deficiencias!

El daño que hace esa gente con sus envidiosos cotilleos y sus ridículas especulaciones es grande: nos recuerdan continuamente que los miembros de una familia real son seres humanos como cualquiera. Sí, claro que lo son, ya lo sabemos. Pero es que en cuanto tales, no revisten el menor interés.

Pero también son --o representan ser, que viene a ser lo mismo--, la encarnación de una idea, y en cuanto tal, cuanto menos se sepa de ellos mucho mejor. Si la idea es útil para el bien común, como creo que lo es la idea de la monarquía  --que es la idea de lo excepcional, de lo azaroso, de un ser desvinculado por completo de las miserias del mundo y la lucha por la vida… que representa la continuidad y persistencia de la nación--, cuanto más protegida y aislada esté, mejor para la idea. 

De la familia real británica sabemos ya demasiado desde los tiempos de lady Di y las escuchas ilegales del teléfono del príncipe Carlos por parte de los sicarios del villano Rupert Murdoch. Para tener una familia real tan parecida a cualquier familia, con sus amoríos, sus adulterios y sus divorcios, sus anoréxicas y sus borrachines, sus celos y sus envidias –o sea: una familia tan común y corriente– más vale, quizá, no tenerla.

A punto estuvo el infame Murdoch de cargarse a los Windsor. La muerte sacrificial de Lady Di en un accidente, provocado precisamente por el acoso de los paparazzi, fue la que, actuando como chivo expiatorio, paradójicamente salvó la monarquía. Ahora bien, el tal Harry parece que no estaba dispuesto a sacrificarse como su mamá, sobre todo teniendo en cuenta la improbabilidad de llegar a sentarse en el trono, y ha tirado la toalla… ¡Normal!

Nos gustan los unicornios porque hay pocos ejemplares. Si fueran tan abundantes como los gatos serían un fastidio.

Por todo esto, después de las turbulencias relativas a la caza de elefantes y la prisión de Iñaki Undargarín, es por lo que parece tan inteligente el radical régimen de adelgazamiento que Felipe VI ha impuesto a la familia real española, estilizándola hasta reducirla a su núcleo y manteniéndola en  la discreción y funcionalidad máximas. No queremos saber si Felipe es del Barça o del Madrid, ni si Letizia prefiere a Sabina o a Serrat.

Creo que por escrito nadie ha valorado lo que tiene de valioso el ritual discurso de fin de año del rey, que es prácticamente la única ocasión en que se dirige a la nación. En ese discurso, como sabe el lector, el Rey reitera los buenos deseos para todo el mundo y predica la concordia y la confianza en el futuro. Eso es exactamente --eso y ninguna otra cosa-- lo que tiene que hacer y decir. En realidad lo que concretamente diga el discurso no importa y es inútil analizarlo buscándole matices y tres pies al gato. De hecho no hace falta ni siquiera escucharlo: basta con que él lo pronuncie y que sepamos que lo ha pronunciado.

Algunos comentaristas, que han leído a Joseph Roth pero no con la necesaria atención, porque siguen sin entender el sentido de la idea monárquica, echan de menos algo más de “espontaneidad”, menos envaramiento de su Majestad, como si tuviera que luchar por el “share”, en competencia quizá con Cristina Pedroche y sus desnudeces o con José Mota y sus chistes. Hombre, no.

Eso es como pedir que en el concierto de año Nuevo la Filarmónica de Viena además de los valses y la marcha Radetzky interprete también algún “rap” de Kanie West, o un reguetón de Pitbull, por “modernizarse”. ¡Hombre, no! ¡Cada cosa en su sitio! ¡El Danubio Azul, en Viena, y el fucking-son-of-a-bitch en los premios Grammy o Kilogramy o Granuji o Pastrami. O donde quieran, pero no en la sala Dorada de la Musikverein. No confundamos el tocino con la velocidad, aunque las dos cosas nos gusten.

De la monotonía tradicional, de la tranquilizadora reiteración consustancial a su función formal, ritual y simbólica, garante de la permanencia de las cosas, el Rey solo tiene que salirse en circunstancias excepcionales. Como lo hizo el 3 de octubre de 2017, por cierto que con el mismo acierto con que lo hizo su padre el 23 de febrero de 1981, cuando uno y otro tuvieron que salir al paso de un golpe de estado. Entonces, y casi solo entonces, en el momento del peligro, es cuando la Idea tiene que pasar a la palabra, motor de la acción.

Cosa que me gusta recordar en los momentos de incertidumbre y zozobra, y también en los de jovial despreocupación.