La marcha de antorchas es una tradición reivindicativa que se celebra la noche de cada 10 de septiembre en la vigilia de la “Diada Nacional de Catalunya”. En algunos municipios, colectivos independentistas organizan un recorrido por calles y plazas en el que los participantes portan antorchas encendidas. El acto suele culminar con la lectura de un manifiesto y, en ocasiones, se acompaña de actividades culturales o festivas. Para muchos de sus participantes, es una expresión de memoria histórica vinculada al 1714 y un símbolo de continuidad en la lucha política catalana.
La estética y la simbología de estas marchas evocan inevitablemente imágenes asociadas a los regímenes nazi-fascistas europeos del siglo XX. El uso de antorchas, la ritualización nocturna y la carga emocional del fuego como elemento aglutinador son rasgos propios de los nacionalismos totalitarios que instrumentalizaron la calle y los símbolos colectivos para reforzar la disciplina y el sentimiento de pertenencia.
En este sentido, el riesgo es claro: la exaltación de una causa política, cuando se rodea de escenografías de fuerte impacto emocional, puede derivar en dinámicas excluyentes, dogmáticas y poco democráticas.
A pesar de lo comentado, pienso que identificar al independentismo con el nazi-fascismo es una simplificación que no ayuda a abordar un análisis riguroso sobre el nacionalismo catalán.
Es cierto que los nacionalismos en su fase más exacerbada terminar compartiendo conceptos como la exaltación patriótica, centrando su actividad movilizadora y reivindicativa en la necesidad de potenciar sus señas de “identidad” propias resaltando un sentimiento de superioridad sobre el “otro”.
En este 2025, las manifestaciones “secesionistas” lideradas por grupos extremistas como ANC, Ómnium Cultural – el centro político ha abandonado cualquier veleidad secesionista–, han expresado abiertamente el declive significativo del respaldo al independentismo en nuestras calles, con un descenso sustancial del número de manifestantes.
El secesionismo catalán vive un momento de dudas e incertidumbre, la Generalitat está gobernada por un líder socialdemócrata, catalanista moderado que no oculta su apuesta por una leal colaboración con el resto de la nación española y la convivencia entre todos los catalanes.
Traspasando las fronteras de la península ibérica, el auge del nazi-fascismo en toda Europa nos conduce a interrogarnos acerca de cómo se puede combatir el totalitarismo y las miserias del populismo nacionalista.
La mejor y más inteligente forma de actuar para hacer frente al nacionalismo exacerbado –que siempre termina deformando e intoxicando todo lo que toca –, no es con las torpes actuaciones en muchas ocasiones insultantes y demagógicamente descalificatorias de las “ultramontanas” derechas españolas –nacionalistas exaltados–, sino reivindicando utopías sociales como la igualdad y la solidaridad, preservando el “estado del bienestar”, así como la defensa de las libertades.
Una sociedad sana debe ser capaz de soñar con horizontes mejores, pero sin olvidar que esos sueños pueden convertirse en pesadillas cuando se imponen por la fuerza.
La historia nos enseña con lecciones elocuentes que hay “sueños” que se convierten en pesadilla, cuando se quieren imponer desde el totalitarismo y la total ausencia de las libertades.
El horror de la ideología nazi-fascista: la “raza” concebida como biológicamente superior al resto de los humanos con exaltación del exclusivismo identitario y de construcción de un “hombre nuevo” ligado a una misión superior. El fracaso de la utopía comunista del “hombre nuevo” como ideal político, una figura proyectada hacia el futuro, que debería haber surgido de la transformación social, cultural en la Rusia soviética. Utopía convertida en pesadilla secuestrada por el terror estalinista.
La sionista sería otra utopía por analizar, la que considera al pueblo de Israel como pueblo elegido de Dios, con una misión histórica y espiritual a cumplir. Destaca la componente racista y xenófoba del sionismo extremista, que celebra la superioridad étnica teocrática y el advenimiento de un “hombre nuevo”, el “hombre judío”…
El sionismo ofrece un ejemplo de cómo una aspiración legítima puede derivar en tragedia. Nacido como la promesa de una tierra para el pueblo judío disperso en la diáspora, celebrando el advenimiento de un “hombre nuevo” libre de persecuciones, terminó siendo para el pueblo palestino la experiencia amarga de la ocupación, el despojo y la violencia genocida. De nuevo, un sueño de liberación que, al imponerse sin atender a los derechos de los otros, se transforma en fuente de sufrimiento y conflicto.
El independentismo catalán excluyente, el sueño de imponer un país imaginario, que solo representa a una parte no mayoritaria de la sociedad, podría terminar convirtiéndose en el horror del totalitarismo cuando las libertades individuales no solo se subordinan, sino que se someten a lo que denominan una causa superior: la independencia. El independentismo catalán no es una utopía, es sencillamente un mal sueño, un patético regreso a la penumbra del medievo, que las antorchas pretenden iluminar.
En conclusión, la marcha de antorchas, como ritual de movilización política, abre un debate más amplio sobre la fragilidad de las utopías. Todo ideal emancipador, ya sea nacionalista, de tinte social o religioso, corre el riesgo de pervertirse si olvida la pluralidad, el respeto y la gestión democrática de las diferencias.
La lección es clara: los símbolos y los sueños son necesarios, pero solo son legítimos si se construyen en un marco de libertad compartida.