La subordinación de la Unión Europea con relación a los Estados Unidos condiciona su actitud frente al genocidio palestino. La inhibición europea se explica en gran medida por la dependencia estructural de EE. UU. en materia de defensa, energía y tecnología, combinada con la fragmentación política interna de la UE. Washington marca la línea roja de su apoyo a su gran aliado Israel, y Europa —por pragmatismo y debilidad estratégica— termina adaptándose, aunque eso erosione su imagen global y contradiga los valores que proclama.

La tragedia del pueblo palestino —ocupado, confinado, sometido a violencia estructural y física desde hace décadas— encuentra un eco desigual en la conciencia política internacional. Los pronunciamientos oficiales de la Unión Europea suelen oscilar entre tímidos “llamamientos” a la paz, ambiguas declaraciones de “preocupación” y un alineamiento casi automático con la seguridad de Israel.

Mientras Bruselas proclama su defensa de los derechos humanos y sanciona con firmeza a otros países —como en el caso de Rusia por la invasión de Ucrania—, la misma contundencia desaparece cuando se trata de exigir responsabilidades a Israel. Habría que denunciar esa especie de “compasión selectiva”, esa asimetría entre las palabras y las acciones, entre la proclamada defensa de los derechos humanos y la falta de una presión real sobre las políticas de ocupación y de denuncia del genocidio. Lo que nos llevaría a preguntarnos si la indiferencia europea responde solo a factores coyunturales o hunde sus raíces en una visión más profunda de su identidad.

En el centro del análisis se sitúa la construcción de un relato europeo basado en el judeocristianismo y el humanismo, que se presenta como la matriz de la civilización occidental. Esta narrativa, al enfatizar solo en algunos capítulos de su historia, invisibiliza deliberadamente otros, en particular la influencia del islam en el continente. El islam, lejos de ser un elemento marginal, formó parte de la vida europea a través de Al-Ándalus, Sicilia, los Balcanes y los intensos contactos comerciales y culturales con el Mediterráneo. Sin embargo, al ser excluido del relato oficial, se configura como una fuerza externa y ajena a la “identidad” europea.

Esta exclusión no es inocente. Ha alimentado una percepción histórica del islam como “el otro”, ya sea como invasor en la Edad Media, como amenaza otomana o como subordinado en la etapa colonial. Esa construcción identitaria ha dejado huellas que se manifiestan hoy tanto en la discriminación social contra los musulmanes europeos como en la indiferencia política hacia las víctimas palestinas.

Cierto que la existencia de un terrorismo de raíz islámica sirve de pretexto para justificar dicha marginación y discriminación. Para la Europa más islamófoba el islam es el enemigo, no valen matices.

No hay que olvidar la influencia decisiva de la memoria de la Shoá (el holocausto) en la política europea. Tras el horror del holocausto, Europa asumió como obligación moral apoyar la existencia de Israel. Esta reparación histórica, legítima en su origen, se transformó con el tiempo en un blindaje casi incondicional, incluso cuando Israel incurre en violaciones del derecho internacional.

La solidaridad con el sufrimiento histórico del pueblo judío es necesaria, pero no puede convertirse en un apoyo incondicional al Estado israelí, en detrimento de la defensa de los legítimos derechos del pueblo palestino. Esta lógica conduce a una “compasión selectiva”, donde las vidas palestinas parecen contar menos en la balanza moral de Europa.

Algunos pensadores europeos han desarrollado una ideología de exaltación de un “europeísmo judeocristiano”, útil en su momento para la configuración de la identidad europea, planteado con una narrativa excluyente de otras aportaciones culturales. La paradoja es que esta exaltación del “europeísmo judeocristiano” coincide en la actualidad con las posiciones de la ultraderecha nacionalista, antaño vinculada al antisemitismo, herederos de las organizaciones nazi-fascistas responsables del “holocausto”.

Se produce así un extraño maridaje entre viejos enemigos ideológicos, unidos coyunturalmente por intereses geopolíticos. Este giro histórico responde en la actualidad a que determinados sectores ultraconservadores y ultranacionalistas europeos ven en Israel un aliado frente al islamismo, la inmigración y el multiculturalismo, que consideran amenazan a su identidad. Israel, a su vez, aprovecha ese respaldo para reforzar su legitimidad internacional. Antiguos adversarios ideológicos se alinean coyunturalmente por pragmatismo geopolítico y afinidad en discursos de seguridad y exclusión, pese a las contradicciones históricas con el antisemitismo y el holocausto.

¿Puede seguir presentándose la UE como juez moral del mundo mientras relativiza el sufrimiento palestino? Difícilmente, si Europa quiere ser coherente con sus propios valores, debe abandonar esta mirada sesgada y aplicar los derechos humanos de manera universal, sin excepciones ni jerarquías. Al mismo tiempo, debe reconocer que el islam forma parte de la historia europea, aceptando la pluralidad cultural que ha tejido la identidad del continente. Solo una memoria inclusiva permitirá construir un tejido de solidaridad real con todos los pueblos.

Resulta incomprensible que Europa, que se erige en defensora de la democracia y los derechos humanos, muestre tanta tibieza ante el sufrimiento palestino. Lo que está en juego es la credibilidad misma de la UE. Si no aplica sus principios con coherencia y sin sesgos, corre el riesgo de traicionar su propio discurso y de consolidar una política exterior basada en jerarquías implícitas de vidas que importan unas más que otras.

La tragedia palestina nos llevaría a exigir la urgencia en universalizar los derechos humanos sin ningún tipo de discriminación.