París, Berlín, Viena o Roma han dejado de ser ciudades imán. El barrio parisino de Montmartre no aguanta el turismo de visita guiada y la Kurfürstendamm berlinesa se sostiene sobre una memoria desaparecida; Roma, por su parte, es un murmullo febril de miles de jóvenes en busca
de un Dios criptológico. Las anteojeras nacionalistas de Francia, Alemania o Italia no atraen. Los millones de consumidores bajo el euro han perdido la confianza en sus estados por la incapacidad de la UE ante el reto de levantar una Deuda Pública mancomunada. La magra inversión pública de la Comisión estanca el crecimiento.
El margen occidental del continente presenta un calibre burocrático demasiado denso. Por su parte, el flanco Oriental desnaturaliza a ciudades antes icónicas, como Praga o Budapest, esta segunda convertida hoy en urbe sumisa bajo la ferocidad del conservador Orban, el padrino de Vox.
Vista desde la cubierta de un vapor sobre el Danubio, la Hungría bonita ya no apetece. Uno prefiere cerrar los ojos delante de la perla mitteleuropea de Sisi y el emperador Francisco José, y recuperar la vista danubiana aguas abajo, en las Puertas de Hierro, la garganta estrecha del gran río entre Rumanía y Serbia. Es mal síntoma que un europeo prefiera admirar la naturaleza antes que divagar en los invernaderos o en los cafés vieneses; parecen más llamativas la Torre della Pelosa de Cerdeña o la singular playa interior de Gulpiyuri, en Asturias, sin desmerecerlas.
El café es el centro de una civilización amenazada, el lugar de los que escogen viajar antes que ser viajados. La misantropía del que pasea por las ciudades hermanas es tan intensa como su anhelo de relacionarse con los demás. Para estar solo, uno necesita compañía; el voyeur de piedras, museos y bistrós vive parasitariamente instalado en la anécdota que se cierne en torno a él, una sensación deliciosa, hoy destronada por la melancolía. Orly, Fuimicino, Brandemburg o Schwechat son hangares de paso para millones de turistas hormiga, con un destino trazado por las agencias de viaje. En estos aeropuertos nostálgicos de su pasado se leen en las pantallas idénticos titulares de Corriere della Sera, Le Monde o Frankfurterallgemeine.
Los 27 han perdido su perla; cierran sus ventanas al caminante solitario, como advirtió Robert Walser hace más de un siglo. En Italia suenan los compases de la Marcha sobre la Roma de Meloni y el poeta Erza Pound se revuelve en su tumba veneciana. En España arden 400.000
hectáreas a causa del filibusterismo desleal del negacionismo climático. El desplome forestal de Castilla y León se llora sobre la piel mágica de Gárgoris y Habidis.
Bruselas ha perdido su ambición geopolítica, como estamos viendo en Ucrania y Gaza; y, a falta de soluciones, el continente exhibe sus dos vanidades: la superioridad moral y los privilegios. Europa se agosta.