"Metafísico estáis. / Es que no como". La rueda de prensa de Pedro I, El Insomne, tras su reunión de cinco horas, cinco, con la dirección del PSOE, dos días después de que la UCO desvelase en un informe las cloacas de sus dos exsecretarios de organización, grabadas por Koldo García, un guardaespaldas que cambió de sastre y de óptica nada más empezaron a irle bien las cosas –todos sabemos ya cómo– recuerda mucho al soneto (alegórico y cómico) entre Babieca y Rocinante que Cervantes, huérfano de alguien que compusiera versos en su favor, decidió ponerle al Quijote.
La impostación de Rocinante, que se quejaba con suma amargura de la imprudencia de amar, provoca una broma de Babieca –el caballo del Cid– a la que el rocín del Caballero de la Triste Figura contesta con la excusa de un flato por tener el estómago vacío. Lo mismo dijo el presidente del Gobierno, con un rictus difunto que ni el maquillaje atenuaba, cuando los periodistas le preguntaban por el caso Koldo, convertido ya en el affaire Cerdán y camino de mutar para siempre en el escándalo Sánchez.
"Es que no he comido", repitió por dos veces El Insomne, decidido a que la telenovela de su hondo sufrimiento –pura literatura mala y sentimental– le permita ganar tiempo para intentar salir de este trance, que se antoja mortal, convenciendo a parte de sus zombies (las famosas barras-bravas del PSOE) de que sí, quizás sus hombres de confianza han robado, extorsionado y cobrado (todo presuntamente, por supuesto) mordidas, pero que es muchísimo peor, según su juicio, dejar España "en manos de la derecha y la ultraderecha". Una idea asombrosa que, llevada a sus últimas consecuencias, significa que votar es absurdo. Sánchez te garantiza, igual que haría cualquier vendedor de crecepelo, que no existe –ni existirá– mejor presidente que él. ¿Democracia, para qué? dijo en su día Lenin.
La música es muy vieja, aunque Moncloa suba el volumen de su reguetón todo lo posible y mande a sus cantantes –ministros y ministras– a repetir, hasta el desconsuelo, que absolutamente nadie, ni en Ferraz ni en Moncloa, –"¿cómo sospechan de gente honrada?"–, sabía absolutamente nada de coimas. Constan antecedentes. Los inquilinos de Monipodio y las gentes de la garduña son las criaturas más honradas que pueda concebirse.
La victimización del presidente y sus fieles –la dirección del PSOE en bloque– es una reacción de libro ante la encrucijada que, por primera vez, amenaza de forma grave su supervivencia política. Aunque debemos ser rigurosos con los términos: lo que en Ferraz llaman resistencia para el resto del mundo, sobre todo en la calle, es desvergüenza. La confusión muestra la idea de la política que tiene el social-populismo que dirige al PSOE, donde las responsabilidades (sobre nuestro dinero) no tienen consecuencias y los que ayer eran honrados, según sople el viento de la desgracia, hoy se tornan en perfectos desconocidos e individuos indeseables.
Que Sánchez cree ser un César ya lo sabíamos. Que mienta es normal. Que aspire a convertir la democracia española –imperfecta y castigada– en un régimen de corte personalista ya es difícilmente negable. Pero que decrete una condena sobre la memoria de su corte, como sucedía en la antigua Roma cuando se cambiaba la estirpe del emperador, sin mostrar ni un mínimo de dignidad, alcanza ya cotas enfermizas.
"Todos los demás son culpables, salvo yo", escribió Louis-Ferdinand Céline. El escritor francés no era precisamente un santo. La misma frase podría rubricarla sin conflicto El Insomne. Aunque tampoco podemos decir que su victimización sea novedosa. Se trata de un hábito. Señalar con el dedo a la oposición como antidemocrática (por hacer de oposición), agitar a lo largo de siete años, siete, el fantasma de la ultraderecha –desde una orilla sectaria–, hostigar a la prensa y cuestionar la autonomía y limpieza de los jueces –si su proceder no casa con sus intereses– forman parte de los métodos del populismo sanchista, tan cercano a las rutinas de trumpismo como lejos de los confines del antiguo espacio socialdemócrata.
La obsesión por colonizar el poder –las instituciones de todos– con comisarios políticos abarca todas las modalidades posibles y supera, en grado, las peores prácticas de cualquiera de sus antecesores en la Moncloa. La afición a presentarse como víctima de una conspiración –en la que ahora militarían sus excolaboradores más estrechos, al haberle engañado– busca que la sociedad no juzgue sus actos y hacer rodar la rueda de molino de que gane la derecha es más antidemocrático que apoyarle.
Idéntico mensaje –tan pueril– lanza a sus socios parlamentarios, que ni le permiten gobernar ni facilitan una moción de censura o una segunda investidura (por la vía de la cuestión de confianza). Sánchez va a seguir, entre otras razones porque un adelanto electoral lo sacaría de la Moncloa y su presente va asemejándose cada vez más al pathos del emérito –un exilio dorado, pero amargo– que a una imposible resurrección.
El destrozo es colosal. Supone lastrar al PSOE con una herencia imposible de remontar a corto y medio plazo, lo que conducirá, antes o después, al desenlace que se quiere conjurar: su expulsión de la Moncloa. Sánchez ya sabe que saldrá con deshonor del poder, pero estira la situación para que, llegado dicho trance, hacerlo igual que Juan Carlos I, con impunidad absoluta. No ha sido otra la clave de esta legislatura demencial.
Esta última teatralización, sin embargo, tiene un problema: los audios de la UCO, que acompañan al informe sobre Koldo, Ábalos y Cerdán, hacen que el efectismo gubernamental, no demasiado distinto al que mostraron al principio sus dos exsecretarios de organización, impiden que las sospechas que acorralan al presidente (convertidas ya en certezas) sean abstractas. Son hechos materiales, objetivos y difícilmente rebatibles, salvo que en el búnker continúen creyendo que la sociedad española, al margen de lo que convenga a sus distintos representantes en el Congreso, es imbécil.
Todo esto lo explica Pascal Bruckner en su ensayo La tentación de la inocencia (Anagrama), donde advierte sobre el riesgo de convertir la infantilización cultural en una patología social y política. Tenemos un ejemplo en la historia del nacionalismo catalán, en cuyo origen palpita un sentimiento (caprichoso) de impotencia y frustración que, gracias a la industria de la victimización, se camufla como supremacismo.
La actual izquierda española –que sólo es una más de todas las posibles– ha abrazado con entusiasmo este virus, hasta el extremo de abjurar de sí misma. La victimización es una de las invariantes que identifican a las autocracias, que se fingen víctimas para evitar que los ciudadanos, al contrario que los siervos, puedan considerarlas responsables de sus actos votando. Las víctimas profesionales rara vez son democráticas, del mismo modo que un galán de telenovela no puede ponerse el disfraz de héroe si no es para hacer de payaso, puesto que su propia naturaleza, falsa y exagerada, es la que le aleja del modelo ejemplar que aspira a representar.
En el círculo del Insomne, cada día un poco más estrecho, todavía no han descubierto que los panegíricos cervantinos del Quijote son poemas burlescos, en lugar de trágicos. Sánchez es como el hombre menguante. No infunde respeto. Provoca entre risa y pena, igual que esos eternos adolescentes que se proclaman mártires para no tener que responder de sus actos. Madurar es saberse culpable. Por eso merece la destitución.