Esta semana me he dejado llevar por la impulsividad y he contestado a la publicación de un post en Instagram de una conocida psicóloga millennial sobre cómo poner límites a la gente que intenta manipularte emocionalmente.
Por ejemplo, esos padres que, cuando un hijo les comunica que este año no vendrá para Navidad, le contestan “eres un mal hijo”, haciéndole sentir mal por ello. La psicóloga aconsejaba mantener la calma y contestar a tu progenitor algo así, como “por tus palabras entiendo que te duele que no vaya y estés intentando hacerme sentir mal por ello”.
Me reí. Como si fuera tan fácil contestar algo así a tu padre o madre. “Parece que te dirijas únicamente a millennials que lo tienen todo en la vida y necesitan inventarse algún problema. Si nos vamos apartando de la gente que nos quiere solo porque nos dicen cosas que no nos gustan, al final sí que nos vamos a quedar solos. Y no somos yoguis”, le contesté, un poco impertinente.
Estoy de acuerdo con que decirle a tu hijo “eres un mal hijo” es una respuesta fea y poco empática, pero ¿desde cuándo hay que tomarse los comentarios de los padres en serio? Ellos van a la suya, aunque probablemente no tanto como nosotros vamos a la nuestra.
“No soporto la Navidad, mis padres se pasan mucho presionando para saber si voy a tener hijos o no”, comentaba una seguidora, malhumorada. Qué piel más fina. Qué tortura. Aguantar algunas preguntas incómodas sobre nuestras vidas nos parece una ofensa en toda regla. Exigimos que no se hable del tema, queremos ser felices y vivir el momento, que nadie estropee nuestra paz interior con preguntas para las que no tenemos respuesta o nos da pereza pensar.
La Navidad puede ser un tostón, sobre todo si eres un adulto soltero sin hijos y has perdido la ilusión por las pequeñas cosas, como hacer el pesebre, el árbol, o envolver los regalos que has comprado para los que más quieres; si te aburre jugar con tus sobrinos —“no conecto con los niños, bla bla”—o escuchar los rollos de ese tío o tía a quién ves solo dos o tres veces al año; si te supone un esfuerzo demasiado grande dar conversación a una prima adolescente, o estás obsesionado con mantener una dieta saludable y te molesta tener que romper tu ayuno de doce horas.
¿Y si encima te pones triste por los que ya no están? El abuelo, l’àvia, la tía I… ¿Por qué tiene que ser triste recordarlos? La suerte que tuvimos de compartir con ellos la vida…
La Navidad no tiene que ser triste, ni aburrida, ni tostón, ni un martirio. Y sí, la mayoría de nuestros padres son unos chantajistas emocionales, nadie lo duda, pero no creo que vayan con mala intención.
“La mejor manera de protegernos de mensajes así es poner límites e incluso valorar si es sano para nosotros mantener esa relación. En caso de que sea inevitable tenerla, solo nos queda ser capaces de no creernos lo que nos dicen”, aconseja la psicóloga.
Diría que en esto último está la clave de supervivencia: no creernos lo que nos dicen. Aprender a interpretar sus palabras. Pero al final, las palabras se las lleva el viento, lo que cuenta son los hechos.