Hay expresiones artísticas que reverberan en algún lugar profundo de nosotros mismos, como si de repente se tambaleara ese centro que constituye una parte esencial de lo que somos. Es lo que me ocurrió al ver El 47, la película de Marcel Barrena que recrea la peripecia de Manolo Vital, el conductor extremeño que secuestró un autobús para reivindicar una línea que conectara el barrio barcelonés de Torre Baró con el centro de la ciudad.
Salí del cine profundamente conmovido, porque vi en la historia que allí se narra un calco de las condiciones que tuvieron que enfrentar las dos ramas de mi familia al llegar a Cataluña, ambas radicadas en dos núcleos de chabolismo de Girona, una en el margen del río Ter y la otra en Les Pedreres.
La semejanza con mi familia materna era demasiado acusada como para no tener la sensación de estar viendo representada casi al milímetro la vida de mis familiares: extremeños como Manolo Vital, también ellos vivieron en el extrarradio, en lo alto de una loma, en un terreno sin urbanizar, sin agua corriente, sin alumbrado (cuántas veces me habrá contado mi madre el miedo que pasaba cuando tenía que subir sola, a oscuras, aquella cuesta que conducía a su casa).
También mi abuelo, como Manolo Vital, construyó con sus manos, con la ayuda de vecinos, primero una chabola, y, después, una casa de obra, encalada, en la que vivieron hasta que decidieron mudarse a Salt. Y esta última circunstancia, haber levantado sus casas sin ayuda de nadie, se convierte en una letanía preñada de orgullo en boca del protagonista: “Construimos nuestras casas y nuestro barrio con nuestras propias manos, ¿cómo nos vamos a ir de aquí?”, dice varias veces.
Porque en Torre Baró, como en Les Pedreres, el barrio era un símbolo del esfuerzo de toda aquella gente, el resultado de su tesón, de su fuerza de trabajo, lo único que tuvieron siempre. ¿Cómo no sentirse orgulloso de aquello, de haberse sobrepuesto a la desesperanza? Lograron construir un futuro donde el futuro no era sino un enorme erial.
Hay demasiada dignidad en todo lo que hicieron como para no reivindicar aquella vida de sacrificios. Hasta tal punto llegaba ese orgullo de clase que mi abuelo, por ejemplo, cuando mi madre le dijo que tanto mi hermano como yo íbamos a estudiar una carrera, reaccionó con cierta pesadumbre: “Ya no serán obreros como nosotros”.
Entenderán lo difícil que resulta distanciarse de ese contexto emocional a la hora de valorar la película. En un primer momento, sentí que hacía justicia a una gente cuya historia, la nuestra, ha permanecido sepultada durante demasiadas décadas. Pero, a medida que fueron transcurriendo las horas, fui percibiendo una incomodidad difusa, como si hubiera alguna pieza que no acababa de encajar en aquella reconstrucción.
Me permitió seguir el rastro de esa intuición la peste nacionalista, que se había entregado en redes a una infame ceremonia del desprecio diciendo que toda aquella gente eran muertos de hambre que en su tierra no se habían atrevido con los terratenientes, que era Cataluña la que les había dado de comer, y que resultaba inaceptable que medio siglo después no se oyera ni una palabra en catalán en Torre Baró.
Cuando llegué a casa tras ver la película, me pregunté cómo, conociendo la miseria en la que habían vivido nuestros padres y abuelos, alguien podía excretar aquella inmundicia moral, aquel pestilente detritus, cómo alguien podía caer en aquella sima de la vileza.
Y de pronto me di cuenta de que ese desprecio que contemplé, por enésima vez, en redes, era la pieza que le faltaba a la película. Porque, si en casi cualquier gesto de Manolo Vital o sus vecinos me parecía estar viendo a cualquiera de mis familiares, no aparecía allí alguna gente con la que se relacionaron. Por ejemplo: la abuela de un amigo de mi tío Antonio, que le dijo a su nieto: “Cuántas veces te he dicho que no te juntes con charnegos”; o el abuelo de un compañero mío de trabajo, que le dijo a su hijo: “Al menos te has casado con una alemana y no con una charnega”; o el padre de un amigo de mi suegro: “Ni se te ocurra traerme una charnega a casa”; o los familiares de otro compañero, que hicieron todo tipo de comentarios despectivos cuando se enteraron de que su madre salía con un manchego.
Ninguno de esos tipos está representado en la película. El desprecio hacia los charnegos lo concentra, en exclusiva, un agente de la Guardia Civil. Por el contrario, casi cualquier catalán autóctono aparece estilizado –mención especial para Pasqual Maragall y una tieta adorable de la burguesía barcelonesa–, y, en ningún caso, se recrea ninguna escena que muestre algún tic xenófobo. Al revés. Hay un intento, hasta cierto punto inverosímil según lo que me han contado mis familiares, por mostrar una relación fluida entre ambas lenguas y culturas, como si el único conflicto hubiera sido de clase y no hubiera habido ninguna connotación identitaria (significativo que cierre la película una interpretación de la canción Gallo rojo, gallo negro).
Pero la connotación identitaria, la xenofobia, los prejuicios supremacistas también existieron. Nada que no haya ocurrido en cualquier proceso migratorio. Pero existieron. Como la miseria material que sí retrata fielmente la película. Vayan a verla, por supuesto. Contemplarán cómo nuestros padres y abuelos se levantaron de la nada, por nosotros, para ofrecernos la vida que ellos no tuvieron al llegar. Pero sepan, también, que a esa vida le falta una pieza. Una de las principales del museo de la infamia del nacionalismo.