El 47

El 47 LUCÍA FARAIG

Cine & Teatro

El 47: una tentativa de contar 'la otra' Barcelona

Marcel Barrena relata la Barcelona de la emigración durante las postrimerías del franquismo y el comienzo de la democracia a partir de la historia de Manuel Vital, interpretado por un magnífico Eduard Fernández que salva a la película de excesivo sentimentalismo, manipulación y demagogia

3 octubre, 2024 19:00

El 7 de mayo de 1978, un conductor de la línea 47 de los autobuses de Barcelona llamado Manuel Vital secuestró su vehículo y lo subió hasta su barrio, Torre Baró, a modo de reivindicación. Y es que, pese a las reiteradas peticiones de los vecinos, no llegaba hasta allí el transporte público. No era el único problema de esta barriada de construcciones ilegales, que habían levantado los propios vecinos en la época de las grandes oleadas migratorias desde Andalucía, Extremadura y Galicia. Las calles no estaban asfaltadas -por lo que no podían acceder los autobuses- y las instalaciones de agua y luz eran muy precarias. 

Torre Baró formaba parte de la cara B de Barcelona, la que nunca sale en la foto, algo que pretende subsanar El 47 (estrenada el 6 de septiembre) con resultados irregulares y algunas trampas. La emigración y su subsiguiente asimilación –o no– en la sociedad receptora tiende a ser un tema incómodo. En Cataluña se envenena aún más con la paranoia lingüística azuzada por el nacionalismo y su cansino pero imbatible victimismo en torno a la única lengua del mundo que parece ser como el gato de Schödinger: está en permanente peligro de extinción, pero nunca se extingue. 

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La emigración en Barcelona está presente en la literatura de Marsé y de Casavella -y en los libros testimoniales de Paco Candel-, mientras que el cine la retrató con solvencia en La piel quemada Josep Maria Forn, antes de transmutar en cineasta patriótico. También la abordaba –aunque en este caso se trata de una emigración posterior y muy diferente– la demoledora e irregular Biutiful de Iñarritu. El mexicano puede ponerse la medalla de haber conseguido plasmar la Barcelona más fea y sórdida que ha aparecido jamás en pantalla. 

El 47 juega en otra liga, la de las buenas intenciones, la corrección política y la emotividad en magnitud cataratas del Niágara. El director, Marcel Barrena, sabe cómo tocar la fibra sensible. Su segunda película, Món Petit, era un documental buenrrollero sobre un chico que no renunciaba a viajar por todo el mundo pese a estar postrado en una silla de ruedas. Más carga emocional acumulaba si cabe 100 metros, historia de superación protagonizada por un hombre diagnosticado de esclerosis, inspirada en una historia real. Y en la siguiente, Mediterráneo, aplicó la misma receta al rescate de pateras en una suerte de publirreportaje a mayor gloria de Óscar Camps y el Open Arms, ejemplo de cómo no hay que abordar el espinoso tema de la emigración ilegal a base de sentimentalidad, demagogia y solidaridad aventurera. 

EL 47

EL 47 LUCÍA FARAIG

En El 47 vuelve a pulsar la tecla emocional, porque sabe que es el modo más eficaz de llegar al espectador medio. El problema es que esta estrategia suele venir acompañada de cierto grado de manipulación. A partir de la singular anécdota del secuestro del autobús con el que culmina la película, lo que se cuenta en el metraje previo es el asentamiento de las oleadas de emigrantes en Barcelona durante el franquismo y el posterior surgimiento de los movimientos vecinales, muy ideologizados y combativos, en la Transición. 

Vital llegó a Barcelona en 1951 y se quedó en una zona sin urbanizar de la montaña conocida como Torre Baró, donde los vecinos levantaban sus chabolas durante la noche y al amanecer aparecía la guardia civil y las echaba abajo, salvo si habían conseguido completarlas con un techo. En ese caso la ley establecía que no se podían derribar. Esto se cuenta en el prólogo, que sirve para perfilar al protagonista como un líder. Es él quien propone a los vecinos que, en lugar de que cada familia intente inútilmente acabar a tiempo su vivienda, unan fuerzas para construir juntos una cada noche y así conseguir completarlas. Un llamamiento de manual a la camaradería y la solidaridad del proletariado. 

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Este espíritu combativo lo traía de origen, porque en su Extremadura natal ya era comunista y ateo. En Barcelona militó en CCOO y el en PSUC. Y aquí viene la primera licencia de la película, que ha indignado a la izquierda de la izquierda. Porque Barrena presenta a Vital como una suerte de versión currante de Gary Cooper, solo ante el peligro, difuminando su faceta de sindicalista y el carácter colectivo de las reivindicaciones vecinales.

De hecho, en una escena se enfrenta a un compañero del sector troglodita del sindicalismo que ha saboteado varios autobuses y acaba despedido por vándalo. El director sabe que en estos tiempos el público digerirá mejor a una versión celtíbera de justiciero de western con su propio código ético que a un representante de la lucha obrera, sector comunista, con todos sus dogmatismos. 

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Tanto las infructuosas gestiones de Vital en el laberinto burocrático del Ayuntamiento para que  pongan en el barrio el ansiado autobús como la incursión nocturna con un colega para hacer unas pintadas en las paredes consistoriales son presentados más como actos de un llanero solitario que como acciones de combate sindical y vecinal. 

Si la película se hubiera rodado hace setenta años, probablemente habría tenido un aire a esas deliciosas comedias británicas de la Ealing, con sus entrañables personajes populares, como La bella Maggie o Pasaporte a Pimlico. O se parecería a las comedias más cándidas de Berlanga -tipo Calabuch- o de Ladislao Vajda, como Un ángel pasó por Brooklyn. O tal vez estaría emparentada con las muestras del neorrealismo más tierno y lacrimógeno de De Sica, el de Milagro en Milán y El techo. En ellas De Sica aborda el chabolismo en la periferia de las grandes ciudades del Norte industrial italiano.

El joven Pascual Maragall

El joven Pascual Maragall LUCÍA FARAIG

De hecho, El techo tiene como argumento la versión italiana de la ley que estipulaba que, si la casa ilegal estaba techada, no se podía tirar abajo. El problema para El 47 es que los tiempos han cambiado y somos menos candorosos. El retrato que hace del movimiento vecinal resulta algo edulcorado, aunque hay que destacar el loable intento de contar la historia de la otra Barcelona. 

Vista desde el resto de España, la cinta se leerá como una aproximación al tema de la emigración a los grandes núcleos urbanos e industriales que también se vivió en capitales como Madrid o Bilbao. Pero vista desde Cataluña es imposible no fijarse en cómo aborda el conflicto lingüístico generado por la llegada de castellanoparlantes que, a ojos del nacionalismo, ponían en peligro las esencias patrias. Recuérdese que el tema dio pie a aquellas reflexiones de Jordi Pujol, el futuro padrecito de la patria: El hombre andaluz no es un hombre coherente, es un hombre anárquico, es un hombre destruido, es generalmente un hombre poco hecho, un hombre que vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual. Si por la fuerza del número llegase a dominar, sin haber superado su propia perplejidad, destruiría Cataluña”.

EL 47'

EL 47' LUCÍA FARAIG

A Vital la película le inventa una hija -en realidad llegó aquí con un hijo que le dio una nieta- que personifica el choque entre las dos identidades con su paso por una coral (¡ay, las corales catalanas, tan peligrosas ideológicamente como los minyons escoltes!). Por otro lado, se nos presenta su unión sentimental con una monja catalana que ha dejado los hábitos, la cual en una escena de la película se pone a enseñar a leer y escribir a las mujeres analfabetas del barrio -loable iniciativa-, solo que lo hace en catalán (¡inmersión lingüística para adultos y sin anestesia!)

Lo peor son los pasajeros habituales del autobús, que ejercen de secundarios. Por un lado, está el joven Pasqual (Maragall), un urbanista idealista que trabaja para el Ayuntamiento. Su presencia en la cinta es una licencia poética que solo se justifica porque Maragall llegó realmente a coincidir con Vital, aunque mucho tiempo después. Cuando ganó la alcaldía, pasó un par de días en su casa para conocer de primera mano los problemas del barrio. Entre los restantes pasajeros destaca una prototípica señora pequeñoburguesa catalana que uno imagina prima hermana de Ferrusola y un cenutrio hiperexcitado porque es forofo del Barça.

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Se supone que son personajes entrañables, pero uno no puede evitar ver en ellos la representación de lo peor de ese nacionalismo ombliguista, sentimentaloide y victimista que nutrió las filas de abducidos por el procés. Esos a los que engatusaron con lo de que el mon ens mira. Y tanto que nos miraba: el procés se estudiará durante décadas en las facultades de ciencias políticas como ejemplo de manipulación populista y acaso también en las de psiquiatría como manifestación de un delirio colectivo.

En una escena no ya inverosímil, sino bochornosa, estos personajes se suman con entusiasmo al secuestro del autobús y deciden no apearse y acompañar a Vital en su aventura hasta Torre Baró. No hay quien se lo crea ni quien se trague el tramposo mensajito. No sucedió así: Vital secuestró el autobús nada más salir de cocheras. Y sí que se subió gente, pero en el tramo final y eran todos vecinos charnegos del barrio.  

EL 47'

EL 47' LUCÍA FARAIG

Lo mejor de la película es la admirable interpretación del camaleónico Eduard Fernández, que hace tiempo se puso en la piel del espía Paesa y al que pronto veremos como Enric Marco, el falsario que se hizo pasar por superviviente del Holocausto. En El 47 dota de una ruda dignidad a Manuel Vital, un luchador que consiguió algo tan modesto pero tan importante como que el maldito autobús llegara de una vez a su barrio.