Cada momento político es diferente, único, singular (palabra ahora tan de moda), empezando, claro está, porque los protagonistas varían, pero hay escenarios que tienden, si no a repetirse, a parecerse, a desprender un mismo aroma. El tripartito que gobernó la Generalitat entre 2003 y 2010 (PSC, ERC y ICV) acabó como el rosario de la Aurora por culpa del nuevo Estatuto que Pasqual Maragall decidió impulsar, con el apoyo de Rodríguez Zapatero, quien en un mitin se comprometió a apoyar el texto que saliera del Parlamento de Cataluña.
La subasta soberanista entre ERC y CiU hizo que de Barcelona saliese una propuesta inconstitucional, como reconoció el propio Consell de Garanties Estatutàries. En Madrid, la batalla fue feroz, con el PP recogiendo firmas en contra, y acabó con una controvertida sentencia del TC en 2010, cuatro años más tarde de que el texto se aprobase en el Congreso y se votase en referéndum. El episodio dejó profundas heridas y más de un muerto político. Nubló por completo las políticas sociales, de planificación e inversión del primer Gobierno de izquierdas que ocupó la Generalitat, caricaturizado como un Dragon Khan cuando en comparación con la que vino después fue un remanso de paz.
Los socialistas vuelven a ocupar la presidencia de la Generalitat 21 años después con un Govern monocolor con guiños al espacio sociovergente y la externalización de la política lingüística a ERC. Aunque Illa está ligado por sus pactos de investidura con republicanos y comunes, el hecho de que solo el PSC ostente las consejerías imprimirá coherencia y evitará las inevitables fricciones de un Ejecutivo tripartito.
La sociedad catalana tiene sed de “buen gobierno”, hay mucho desencanto y cansancio en todas partes, hay ganas de dejar atrás los debates estériles y ejecutar por fin las prioridades de las que todo el mundo habla. Es pronto para saber qué puede pasar, y por el bien de todos solo podemos desear que Illa y los 16 consejeros designados acierten en sus decisiones. La tarea de los medios y de los que tenemos el privilegio de tener una tribuna es ejercer la crítica constructiva, sin dejarnos influir por afinidades y simpatías políticas o personales.
Por ello anticipo que, al igual que el tripartito de los Gobiernos de Pasqual Maragall y José Montilla descarriló por la piedra en el zapato del nuevo Estatuto, la presidencia de Illa nace con una promesa de financiación autonómica singular de compleja materialización. Cuesta creer que pueda aprobarse en el Congreso, ya que el BNG, Compromís e Izquierda Unida deberían votar a favor, junto a Junts, formación a la que cualquier rebaja le parecerá inaceptable y no querrá hacerse corresponsable de lo acordado.
La salida de Cataluña del régimen común alteraría las reglas del juego, perjudicaría al resto de territorios, excepto que el Estado los compensase con ingresos adicionales mediante un recorte de los gastos generales o una subida impositiva que pagaríamos todos los ciudadanos, y nos desviaría hacia un modelo confederal para las comunidades ricas. Josep Borrell tiene razón al calificar de concierto económico la propuesta pactada, lo que la aleja completamente del programa de reformas federales que el PSOE defendió en Granada (2013) bajo el liderazgo de Alfredo Pérez Rubalcaba.
Los cambios unilaterales en la arquitectura institucional que nacen de coyunturas, como moneda de cambio de investiduras, por un interés partidista, es imposible que acaben bien, pues levantan potentes contracuerpos, empezando en este caso por la oposición radical de los inspectores de la Agencia Tributaria. La polémica que tanto ha agitado la política española sobre la amnistía puede quedar pequeña al lado del concierto catalán. El potencial de frustración es enorme, como ocurrió con el Estatuto de 2006, que pretendió aumentar el marco competencial de la Generalitat obviando una reforma constitucional. Y como entonces sucedió, eso es lo que también ahora puede salir mal.