El “mío” antecede al “yo”, pues así lo confirma desde el más tierno bebé hasta el trozo de cebra atrapado en las fauces de un cocodrilo. La propiedad no es algo ajeno a la etología, ni una elucubración teórica que exceda de lo biológico, no siéndole, por lo tanto, ajeno. Por más que alguna ideología se haya empeñado en negarlo, la propiedad existe “en” y “por” naturaleza, si bien con distintas configuraciones y límites.

La propiedad originaria imperante en el Código Civil español (reflejo del Code Napoleón) es una propiedad burguesa, inmobiliaria (donde el valor de los bienes muebles es infinitamente menor) y, ante todo, basada en el individualismo (herencia del iusnaturalismo racionalista) que configuró al derecho de propiedad como un derecho fundamentado en la propia naturaleza del ser humano, y que, como dijera en la Baja Edad Media Cino de la Pistoia (íntimo amigo de Dante), se extendía “por arriba hasta el cielo y por abajo hasta el centro de la tierra” (Qui dominus est soli dominus est usque ad caelos et ad inferos).

Con orígenes en la llamada doctrina social de la Iglesia, el siglo XX vino a mitigar la robusta propiedad napoleónica con la llamada función social (plasmada en el artículo 33 de nuestra Constitución de 1978, con antecedentes en la malograda Constitución de Weimar), que cambia el poder omnímodo dominical radicalmente, estableciendo el concepto de que la propiedad “obliga”, no hallándose al margen de la utilidad social y de los intereses o valores de la colectividad que debe cumplir.

Sin embargo, todo tiene un límite, y ya la Ley Fundamental de Bonn vino a reconocer el concepto de “contenido esencial” del derecho de propiedad que debe ser siempre respetado. Resumiendo qué es este contenido esencial, se habla de recognoscibilidad del derecho, rentabilidad razonable y del uso tradicional consolidado. Como ha afirmado nuestro Tribunal Constitucional, la función delimita el contenido de la propiedad, pero no precisamente su contenido esencial, siendo este el límite que el legislador no puede traspasar invocando las exigencias de la función social (ni aún con el impuesto de sucesiones o la llamada plusvalía municipal).

La propiedad es el derecho real por antonomasia (para los legos en Derecho se recordará que los derechos reales se contraponen a los derechos de crédito u obligaciones por su inmediatez y oponibilidad frente a terceras personas o erga omnes), sin embargo, y parafraseando la máxima del que “Dios aprieta, pero no ahoga” cabría plantearse si la actual ley de vivienda obliga tanto que ha llegado a ahogar el derecho real de propiedad convirtiéndolo en un cúmulo de obligaciones (desdibujándolo en pro de determinadas tesis socioeconómicas).

Una cosa es que la propiedad, por pura modernidad, esté, en cierto modo, desdibujada, hablándose, por ejemplo, de su “desmaterialización” (así la pertenencia de inmuebles por sociedades, transmitiéndose el dominio de los mismos a través de la compraventa de acciones o participaciones de las propias sociedades) o que cada vez esté en mayor auge el llamado “patrimonio digital”, no físico (véanse las criptomonedas o los propios archivos depositados en la nube virtual), pero cuestión radicalmente diferente es que las restricciones al dominio sean tales que la mera pertenencia sobre un bien quede reducida al prejuicio, la limitación extrema y la falta de ejercicio de las facultades inherentes a la propiedad, y que, precisamente, forman parte de su contenido esencial. Sí, efectivamente, me estoy refiriendo a normas como la reciente ley de vivienda.

La situación actual requiere de sendas dosis, por parte del legislador, de cirugía jurídica y nigromancia dominical, restituyendo al, cuasi sacro, derecho de propiedad de “algo de contenido”. Así, sin querer entrar del todo en una cuestión tan preocupante como controvertida, España carece de remedios suficientes ante la okupación (en particular, la criminal), cuestión sin parangón en Derecho comparado.

La Ley estatal (12/2023, de 24 de mayo) por el derecho a la vivienda, fiel producto de la lírica pseudojurídica del legislador contemporáneo, introduce conceptos tan vagos como:

1. Zonas de mercado residencial tensionado, entendidas como aquellas donde “exista un especial riesgo de oferta insuficiente de vivienda para la población, en condiciones que la hagan asequible para su acceso en el mercado, de acuerdo con las diferentes necesidades territoriales” (que, teniendo en cuenta la situación del parque de vivienda disponible, pudiera hacer ser declarado como tensionado todo el territorio nacional).

2. El concepto de infravivienda, o como la define la ley, la “edificación, o parte de ella, destinada a vivienda, que no reúne las condiciones mínimas exigidas de conformidad con la legislación aplicable”. No queda claro si se deben vigilar aquellas que ya están en el tráfico o solo aquellas situaciones que surjan pro futuro.

3. O, quizá el más polémico, concepto de gran tenedor: es decir, “la persona física o jurídica que sea titular de más de diez inmuebles urbanos de uso residencial o una superficie construida de más de 1.500 m2 de uso residencial, excluyendo en todo caso garajes y trasteros. Esta definición podrá ser particularizada en la declaración de entornos de mercado residencial tensionado hasta aquellos titulares de cinco o más inmuebles urbanos de uso residencial ubicados en dicho ámbito (…)”. De nuevo el legislador no distingue entre personas físicas o fondos buitre, entre bienes adquiridos invirtiendo (“especulando”) o por herencia (el “piso de la abuela”), entre casas de pueblo familiares, pisos de inversión o apartamentos turísticos… No hablemos ya de los “registros de grandes tenedores” o de la complejidad que se ha introducido en la Ley de Enjuiciamiento Civil para recobrar la posesión de la vivienda por el propietario… ¡si es gran tenedor!

En relación con las medidas adoptadas con los arrendamientos urbanos: la amenaza de topes en el mercado del alquiler (en función de si se está, o no, en una zona tensionada), como ya acaeciera en el Bajo Imperio Romano con Diocleciano y su Edicto de Precios Máximos (que produjo una acumulación de inventarios y ningún efecto frente a la subida de los precios de aquellos tiempos), no sólo no ha relajado los precios del alquiler en nuestro país, sino que ha dificultado el acceso al mismo.

Bajo mi punto de vista estamos “desinventando” la rueda a nivel jurídico, poniendo tantos palos que la institución dominical se parece día a día más a cualquier cosa que al derecho de propiedad. ¿Se puede ir en contra de la biología, el derecho romano e incluso en contra de la buena técnica legislativa? Quién sabe hasta dónde nos llevará esta tormenta jurídica… y si al tenedor le quedará algo sobre lo que pinchar o sólo un líquido irreconocible sobre el que poder usar, a duras penas, una triste cuchara.