Escribo estas líneas recién aterrizada de Londres, destino final de unas breves vacaciones por el Reino Unido que me han llevado a conocer los Cotswolds, una región en el suroeste del país salpicada de colinas verdes, ovejas y pueblos de piedra caliza de color miel que hace siglos se hicieron ricos gracias al comercio de la lana y hoy viven del turismo y las segundas residencias de los londinenses.
“Ahora entras en un pub y no hay nadie local”, se quejaba un granjero de 70 años que nos llevó a casa por tortuosas carreteras locales después de que mi padre fitipaldi pinchara la rueda del coche alquilado. El hombre –llamémosle Frank, pues he olvidado su nombre– era dueño de una pequeña granja de ovejas y vacas, en la que trabajaban también sus dos hijos, pero dudaba que sus nietos siguieran con el negocio. “Los políticos no tienen en cuenta a los granjeros, no saben que estamos vendiendo leche por debajo del coste para poder competir con las grandes productoras”, se quejaba, negándose a comentar los resultados de las recientes elecciones en Reino Unido.
Para Frank, da igual quien gobierne, porque está claro que los que mandan solo obedecen a los intereses económicos de los poderosos, y de ellos depende que los Cotswolds mantengan su espíritu rural o se conviertan en un lugar de vacaciones para los ricos de Londres o en una ratonera de turistas, como ocurre ya en Bourton on the Water o Bibury, pueblos de ensueño a orillas de un río donde cada día aparecen autobuses cargados de turistas japoneses obsesionados por conocer el lugar donde el emperador Hirohito aseguró haber pasado uno de los momentos más felices de su vida.
“Vivimos en un lugar precioso y lo queremos compartir con el resto del mundo, pero no a costa de poner en peligro nuestra forma de vida”, añadió Frank acariciando con la vista las flores salvajes al borde de la carretera. Los problemas de los habitantes de los Cotswolds son los mismos que los de la Cerdanya, Mallorca o el Empordà: los precios de compra y alquiler han subido tanto que la gente local ya no puede permitirse vivir allí.
“Tus nietos son el futuro, ellos encontrarán una solución”, le dije, sintiéndome un poco culpable por haber alquilado una casa por Airbnb y ser parte del problema. No tengo ni idea de cómo serán los Cotswolds en 20 años, ni si el centro de Londres seguirá tan masificado de turistas y personas, ni si seguirán llegando cruceros a Barcelona, pero algo tendremos que hacer.