El fin de semana pasado un amigo me invitó a pasar el día en el diminuto municipio de la Segarra (Lleida) donde vive desde hace un año con su mujer y sus dos hijos pequeños. Rodeado de campos de trigo recién cosechados, el pueblo, de poco más de 100 habitantes, no tiene tiendas en las que consumir, más allá de un bar y una farmacia, “que solo abre un par de horas al día”, me explicó mi amigo Quim (nombre cambiado) al pasar por delante de la terraza del bar, donde una pareja tomaba un aperitivo bajo la sombra de las moreras, los únicos árboles a varios kilómetros de la distancia.
En verano también abre la piscina pública, una mancha azul rodeada del amarillo de los campos, que sirve de punto de encuentro de los vecinos de la zona y de entretenimiento máximo para los hijos de mi amigo, que acuden a diario correteando a su aire, sin preocuparse de ser atropellados. “Aquí la única tentación que tienen los niños son las pantallas”, me reconoció Quim, que trabaja desde casa y ha encontrado en la Segarra un paraíso para concentrarse y pasarse horas leyendo.
Al llegar a su casa, me lo encontré montando un toldo, ambiciosa tarea para alguien que se dedica a las letras, y me pidió que lo acompañase a una ferretería porque le faltaban algunas piezas para encajarlo entre los dos muros del patio. Así que cogimos el coche y nos dirigimos a Agramunt, el municipio más cercano con tiendas abiertas, entre ellas, El Molinet, una ferretería de dos plantas con pasillos oscuros repletos de herramientas y cachivaches varios atendido por dos hombretones guapos y fuertes con marcado acento de Lleida que nos aconsejaron todo tipo de técnicas para que el toldo quedase bien sujeto y no se nos cayera encima mientras comíamos.
“Las ferreterías me han parecido siempre un lugar muy masculino”, le confesé a mi amigo cuando éste se disculpó por si me había aburrido.
Conozco a pocas mujeres que se entusiasmen con la idea de pasar una tarde entre pasillos llenos de tuercas, palos, tornillos, pegamentos, enchufes y pistolas de silicona. En cambio, los hombres podrían quedarse allí dentro el día entero. Una de las cosas que más temía de pequeña era levantarme un sábado y que mi padre me pidiera acompañarlo al AKI (Leroy Merlin) para comprar bombillas, porque sabía que me pasaría la mañana entera comparando enchufes y cables.
Recuerdo también las numerosas veces que acompañé a Jordi, mi compañero de piso en Nueva York, a recorrer las ferreterías gigantes de New Jersey para ayudarle a elegir inodoros, bidets, grifos o cualquier otro material que necesitara para la reforma de su piso. La única condición que le ponía para acompañarlo a semejante somnolienta tortura era que luego me invitase a cenar en uno de esos bufets libres de comida asiática del tamaño de una nave industrial. Salíamos de allí rodando.
Después de nuestra en El Molinet, mi amigo me pidió que lo acompañara también al supermercado a comprar vino blanco para que su suegra pudiera terminar de cocinar las albóndigas del almuerzo y volvió a excusarse por hacerme pasar la mañana haciendo recados. “Es como aquella vez que Narcís Garolera visitó al catedrático Francisco Rico, uno de los grandes expertos en El Quijote, en su casa de Sant Cugat, y acabó acompañándolo a la comisaría de policía para renovarse el pasaporte y hacer otras gestiones por la zona”, se rio mi amigo, recordando una anécdota que escribe el catedrático de filología catalana de la UPF Narcís Garolera en su libro Galeries del Record (Ed. de 1984, 2019): “Durante ese rato en la comisaría, claro, no pudimos hablar de las cuestiones filológicas que me habían empujado a visitarlo”, se queja en broma Garolera, que después de acompañar al reconocido catedrático de la UAB, fallecido el pasado abril, a la comisaría, tuvo que acompañarlo al videoclub y esperar pacientemente a que contestase algunos emails en su presencia.
Pero ¿qué mejor para conocer a alguien que acompañarlo en su día a día? Al final, serán esos recuerdos los que permanecerán en nuestra memoria, y no las conversaciones sobre Gabriel Ferrater, Verdaguer o nuestro último libro leído. A mi amigo Quim, por ejemplo, lo recordaré en la ferretería comparando tuercas, o en cuclillas frente a la estantería de vinos de garrafón del BonÀrea; a mi abuela, sujetándome de la mano mientras la acompañaba a hacer la compra cada mañana por las tiendas del centro detona; a mi abuelo, cenando verdura hervida juntos en la cocina de su piso en Barcelona; y a mi querido Rafa, de quien estaba perdidamente enamorada, acompañándolo a El Corte Inglés a buscar un regalo para su sobrino.