Desperté ayer, entre sudores, de una verdadera pesadilla patriótica. Estaba sentada junto a Jordi Pujol, en el Palau d’Esports de Barcelona, y ambos cantábamos a voz en grito: “Si estirem tots, ella caurà i molt de temps no pot durar”. No hay que leer digitales por la noche, me dije seriamente. “Lluís Llach --resumía el titular que leí antes de caer frita-- ya es presidente”.
No ha llegado al Palau de la Generalitat (aunque intuyo que le gustaría), sólo a la máxima dirección de la Assemblea Nacional Catalana (ANC), una agrupación venida a menos, pero imprescindible durante el procés. Viene el cantautor que nunca cantó en castellano (¡menudo plus!) dispuesto a defender la vía única, “una lista unitaria en la que debería entrar todo el mundo”. En ese mundo, en el de Llach, sólo caben independentistas de pura cepa.
Las cosas andan muy revueltas y enfrentadas en el secesionismo, pero la patria les obliga a ponerse de acuerdo, no vayan a perder todas las prebendas ganadas. El cantante, símbolo de la pureza patriótica, ha decidido arremangarse y “reconducir las relaciones con las bases”. Marxista expresión que suena rara en los labios de un hombre a quien todos consideran el candidato elegido por Puigdemont (Junts).
Impedir que Salvador Illa (PSC), el ganador de las recientes autonómicas, sea investido es el objetivo inmediato. Llach ha verbalizado la realidad con esta vulgar frase: “ERC y Junts tienen cogidas las partes íntimas del PSOE”. El excantautor de 76 años quiere contribuir a dar un golpe de estaca que haga presidente de Cataluña al huido y, dentro de poco, amnistiado.
Durante la agonía del franquismo, Llach se exilió a París, que no es un mal sitio. Volvió a España al principio de la Transición. Entonces, yo era una universitaria decidida a hacer todo lo que fastidiara a mi padre, José María Cullell. Por eso, en noviembre de 1976 fui al Palacio de Deportes de Barcelona a escuchar el primer concierto permitido de un cantante que ni siquiera me gustaba. En la fila uno, entre políticos de distintos catalanismos de izquierda o derecha, estaban Pasqual Maragall y Jordi Pujol. Ya entonces, el cantante e hijo de una conservadora familia carlista, parecía cercano al nacionalismo convergente. Eso sí, el pañuelito negro que siempre lucía en el cuello engañó a muchos.
Le escuché interpretar L’Estaca y el repertorio entero. Al salir, me uní a una marcha hasta la cárcel Modelo para pedir que soltaran a los presos. Durante el desayuno del día siguiente sometí a mis jóvenes padres a una larga diatriba sobre la importancia de la Nova Cançó. Mi padre, que tenía una discoteca y era un rockero de los que sí mueren (pronto y hechos polvo), suspiró: “Nunca pensé que a una hija mía le gustara ese cursi. ¿No te han servido de nada todos esos discos de los Rolling, de Led Zeppelin, de los Bee Gees, de los Doors… que hemos escuchado juntos?”.
La ANC, ahora en manos de Llach, es una asociación que siempre acaba escogiendo para su dirección a extraños patriotas que no necesitan trabajar, quieren la fama y andan pasados de vueltas. Cuando se van, sus nombres son inmediatamente olvidados. Esa agrupación de fieles --parecida a la también separatista Òmnium, pero con diferente partido de cabecera-- ha vivido de aportaciones anónimas y de opacas subvenciones. En 2017, el año del referéndum ilegal, su caja de resistencia obtuvo unos seis millones en donaciones particulares. Con la aplicación del 155, el grifo se cortó.
La última presidenta, Dolors Feliu --funcionaria del Govern con mucho tiempo libre y sueldo de 70.000 euros--, propuso presentar una lista cívica (¡sin políticos!) a los recientes comicios. Esa idea del TBO, echar a quien te elige, le costó la cabeza. Y permitió, tras seis intentos, la presidencia de Llach.
Si los separatistas llegan a septiembre sin presidente ungido, el artista subirá al escenario de la Diada y nos cantará las advertencias del abuelo Siset. El estribillo del “tomba, tomba, tomba”, que muchos esperábamos no tener que volver a oír (por pesado, más que por otras consideraciones), resonará sin piedad. Por el momento, el líder cívico intenta conseguir que ERC y Junts se unan “por el sí” o por lo que inventen mañana.
A mí me extraña que Llach continúe siendo un mito, como dicen en TV3. El cantautor ampurdanés, último en incorporarse a los Setze Jutges (bastante después que Serrat o Guillermina Motta), lleva décadas sin componer algo de interés ni en catalán ni en ninguna lengua. Precisamente, el ampurdanés criticó al Noi del Poble-sec cuando este empezó a cantar en castellano hace décadas. Durante los tiempos álgidos del proceso, el independentismo se cebó con el autor de Mediterráneo. Algunos ilusos pensaron que Llach saldría en su defensa. Se limitó a decir: “Es un compositor de cojones, pero muy de obediencia socialista”. Como se ve, tiene una fijación.
Tras conseguir liderar la ANC, el cantautor ha mostrado su apoyo al independentismo unido con una última frase que ha vuelto a sonar demasiado íntima, además de rancia y misógina. El franquismo acabó hace medio siglo, pero, oyendo a Llach, no pasan los años. Hay gente que nunca cambia de estribillo.