Si algo ha caracterizado a la Unión Europea ha sido la Política Agraria Común (PAC). Desde hace años se ha coordinado razonablemente bien la producción de los diferentes países, logrando una cierta armonización entre oferta y demanda y, como dice en su propio enunciado, tratando de proporcionar un nivel de vida razonable a los agricultores con un control adecuado de los precios.

La PAC constituye la primera política de la Unión por su volumen presupuestario y, en general, ha sido una herramienta muy útil. Gracias a la PAC se pudo reconvertir nuestra cabaña ganadera, mucha meramente de supervivencia y por tanto poco o nada competitiva en relación con la de otros países, o podemos exportar con garantías nuestras hortalizas, aprovechando nuestra gran ventaja diferencial, el sol.

La situación del campo español no es ni mucho menos halagüeña. La fijación de la población rural no se conseguirá habilitando antenas 5G ni facilitando la instalación pijoprogre de nómadas digitales, sino, sobre todo, garantizando un nivel de vida razonable a quienes trabajan el campo.

El uso masivo de inmigración no siempre legal es una mala señal respecto el nivel de los salarios reales, insuficientes para atraer jóvenes nacidos en nuestro país y con un nivel de educación adecuado. La juventud prefiere emigrar a las ciudades y eso es algo que si no se corrige va a destrozar aún más buena parte de nuestros municipios rurales. La edad media de quienes trabajan en el campo en España es muy alta, lo que no augura un buen futuro al sector, por no hablar de las dificultades para hacer frente a un SMI pensado por y para quien vive en las grandes ciudades.

Pero si el campo no tenía suficientes retos, aparecen los políticos y burócratas de Bruselas para complicar la cosa un poco más. La banalidad que caracteriza al movimiento woke también ha llegado al campo y ahora, ¡oh, sorpresa!, resulta que las ventosidades de las vacas son una fuente inasumible de CO2 y las lechugas necesitan agua.

Ante tamaño reto ecológico se nos ocurre proponer el veganismo militante, cuando no la comida de insectos, y lo que es más estúpido, importar alimentos de cualquier lugar del mundo, como si el agua con la que se riegan los espárragos en Perú fuese diferente a la de Navarra. Todo son dificultades para el agricultor europeo y facilidades para quien está fuera de la UE.

De los mismos autores de la prohibición de tener coche a los pobres, llegan leyes como la de bienestar animal que, por ejemplo, entra ahora en conflicto con las restricciones por la sequía. Nuestros líderes son capaces de legislar una cosa y la contraria y, casi siempre, sin considerar las consecuencias. La Agenda 2030 se demuestra un sinsentido en todos y cada uno de sus 17 objetivos. La mejor sostenibilidad la da la riqueza producida por el crecimiento, no el decrecimiento que empobrece. Menos es menos. El universo woke es tan débil intelectualmente que lo mejor que puede pasar es que desaparezca. Tenemos que cuidar el planeta, sin duda, pero poco haremos en Europa si cerramos aquí para seguir comprando a quien más contamina, China.

Las mismas contradicciones de los salvaplanetas de Davos que viajan en avión privado para recomendarnos que reduzcamos las emisiones de CO2 las tenemos con quien come uva de Chile en lugar del Penedès o, peor aún, del Perú, que además es peor, aunque sea más barata. Cada día nos llega comida de más países, en general muy barata a pesar de viajar miles de kilómetros, con menos garantías sanitarias que en los países europeos y con algún tipo de conservante artificial para poder aguantar semanas de transporte.

Ahora que nos acercamos a las elecciones europeas el campo ha despertado. Como no hay casualidades, alguien ha prendido la mecha, probablemente financiado por países que quieren romper la Unión Europea. Pero sea una movilización espontánea o inducida, hace falta muy poco para incendiar un sector descuidado y maltratado. Lo que han de considerar los miembros de la partitocracia es que, en Países Bajos, por ejemplo, el campo ha sido uno de los principales causantes de la caída de un Gobierno obsesionado, como el nuestro, en prohibir y prohibir sin pensar en las consecuencias de sus prohibiciones.

Hasta la tractoria profunda se ha dado cuenta de que tanto el Govern como el Gobierno les dan la espalda. A la hora de defender lo de comer no hay ni indepes, ni zurdos, ni fachas, hay profesionales maltratados por burócratas. Si alguien puede dejarnos sin comer ese es nuestro campo, y entonces nos daremos cuenta de las sandeces de los políticos que creen que los pollos se crían en bandejas de porexpán, pelados y sin cabeza. No hay mejor ejemplo de hipocresía que la furibunda reacción de la presidenta de la Comisión Europea cuando un lobo mató a su preciado poni. Hasta que ella no fue víctima, nunca escuchó lo que le decían los ganaderos.

Un descuento en el diésel o en las cotizaciones sociales o dejar regar un poco más puede que frene temporalmente las movilizaciones en España, pero los retos de nuestro campo son enormes y hay que atacarlos de raíz, aquí y en Bruselas. Si no hacemos algo acabaremos comiendo tomates de Marruecos y uva de Perú y esos sí que son insípidos. A los sindicatos subvencionados no les importan ni los taxistas ni los camioneros ni los agricultores, porque son autónomos, libres y con ganas de trabajar, por eso nadie va a parar sus movilizaciones.