Últimamente, los aspectos vinculados al crecimiento económico, así como las incógnitas relativas a la aprobación de presupuestos de las Administraciones, obligan a reflexionar sobre la competitividad de nuestra economía. Al hacerlo, se constata que España tiene un nivel bajo en innovación, componente esencial de la competitividad, en comparación con la mayoría de países o regiones avanzados de Europa, los cuales han asumido que la innovación es la estrategia básica de competitividad.
El bajo nivel de innovación tiene muchas causas, entre ellas, el reducido volumen de las empresas, la gran mayoría pymes y microempresas; la falta de recursos públicos significativos específicamente dirigidos a la innovación; instrumentos inadecuados para las exigencias actuales; carencia de especialistas en el seno de las empresas y una cultura empresarial que no valora suficientemente la innovación.
La realidad es que no se asume la importancia de la innovación, la cual debe estar sustentada en la inversión en investigación científica y técnica; en políticas para facilitar que las empresas aprovechen los avances técnicos y científicos; y mecanismos que permitan asegurar que los resultados de la investigación, surgidos de los recursos públicos, repercutan a la vez en la competitividad empresarial, en la propia comunidad científica y en los instrumentos que facilitan esta transferencia. Por lo tanto, considerando las peculiaridades de cada una de ellas, es requerido que las estrategias de investigación y las de innovación tengan una misión coincidente.
Considerando la inversión en I+D hay que reconocer que, si bien es baja, disponemos de una buena capacidad científica a pesar de los problemas endémicos de nuestro sistema de ciencia como son el volumen de inversión, la poca valoración social de la labor científica, la precariedad y los salarios extremadamente bajos de los científicos, la falta de capacidad para retener talento y los bajos índices de transferencia de conocimiento, ciencia y tecnología, desde la investigación al tejido empresarial. Seguimos anclados en los marcos reguladores del siglo pasado, ignorando las exigencias actuales. Unos problemas crónicos del mundo científico que se suman al bajo nivel de vocaciones femeninas en el campo STEM, por la cultura imperante y las dificultades de progreso profesional de las mujeres.
Solucionar los problemas del mundo científico, que repercuten a su vez en la capacidad de innovación, algo urgente, obliga a aumentar significativamente la retribución de los profesionales de la ciencia, conseguir la paridad de género y la colaboración público-privada para liberar las potencialidades transformadoras del sistema, generar más y mejor conocimiento, con estabilidad y cooperación entre los centros de investigación, las universidades y el tejido productivo en general y la industria en particular.
Una cooperación con la mirada puesta a medio y largo plazo, eliminando las trabas burocráticas, considerando simbióticamente desde la génesis hasta su aplicación gracias a la innovación. Un proceso que debe tener como objetivo asegurar que los avances técnicos y científicos se conviertan en progreso social, asumiendo que la I+D+i no es un gasto, sino una inversión, ya que la ciencia es la palanca primordial para asegurar el desarrollo sostenible, el bienestar de los ciudadanos y la competitividad a partir del valor en lugar de la basada en salarios bajos.
Una potenciación del mundo de la ciencia que, a la vez, elimine las barreras entre la investigación y la innovación posibilitando la cooperación plena entre todos los agentes, articulando ecosistemas de innovación atendiendo que las políticas de investigación y las de innovación son indisociables. Pero considerando siempre las peculiaridades del tejido productivo configurado por un enorme porcentaje de pequeñas empresas, con problemas de financiación y baja capacidad innovadora y, muchas de ellas, casi nula capacidad de investigación.
Ahora bien, hay que asegurar que las empresas que tienen una buena capacidad productiva y, por lo tanto, muchas posibilidades de mejorar sus productos, basan su estrategia de competitividad y crecimiento en la generación y transferencia de conocimiento. En este sentido, hay que articular un ecosistema con condiciones favorables e incentivos para innovar que lleguen a todos los sectores, gracias a la continuidad del flujo de generación y aplicación de conocimiento, considerando simbióticamente a sus profesionales y el sistema productivo.
Innovar no es sólo mejorar y asegura la competitividad, es también asegurar que el avance técnico y científicos se conviertan en progreso social; por ello es preciso que la transferencia de los resultados de la investigación científica sea considerada un proceso estratégico del Estado, sin olvidar las peculiaridades del tejido productivo, los aspectos de la propiedad intelectual y la colaboración público-privada tanto en los aspectos asociados a desarrollo de proyectos como en la articulación de mecanismos para aportar más recursos para la innovación en un marco que asegure la gobernanza, la transparencia y el rendimiento de cuentas.
Sabemos de la importancia de la innovación sustentada en un sistema de I+D. La pregunta que deberíamos hacernos es por qué no presionamos para que las políticas lo contemplen y en los presupuestos de las Administraciones se le dé la prioridad requerida entendiendo que o innovamos o continuaremos con la precariedad y salarios bajos en un entorno de alto coste de vida.