Hace casi tres lustros, Mingote y Ussía publicaron un libro en el que, entre guasa y descaro, mostraban el hartazgo de muchos españoles con los políticos, de uno u otro signo. En una viñeta Mingote dibujaba a un Zapatero desesperado que le comentaba a José Blanco: “Además de hacer política, en lo que somos expertos, pretenden que resolvamos los problemas de los españoles, que es dificilísimo”.
Ussía tampoco tenía inconveniente en ridiculizar la incapacidad del Partido Popular que, por entonces, estaba alcanzando “un preocupante nivel de inoperancia que invita al desánimo y la decepción de sus votantes”. La solución que proponían ambos autores era radical: “¡Que se vayan!”.
No se fueron, sino que vinieron otros que engrosaron el terrario parlamentario. Pasada la fiebre podemita y ciudadana, sólo los nacionalistas han resistido el último vendaval. Y ahora, cuando la situación es mucho más compleja y decepcionante que hace 15 años, nadie grita ¡que se vayan!, nadie propone que la salida más honrosa ha de ser unas elecciones anticipadas, aunque se tenga que esperar a una cita en otro caluroso julio.
Los progres prefieren ceder en casi todo, sin vergüenza ni ideología alguna, con tal de permanecer en el escaño o en el cargo correspondiente. Más que erótica del poder, a esa mayoría le atrae el generoso ingreso mensual. Los conservadores son tacticistas, esperando que los progres se cuezan en su propio jugo. Todos juegan a la ruleta rusa, convencidos de que la suerte, tarde o temprano, les será favorable.
Y están en lo cierto. En España no hay aún una fuerza ultra y populista –sea libertaria, nacionalista, derechista o izquierdista– capaz de vehicular tanto desencanto con el politiqueo de las dos mayorías. Los populistas –sean Podemos, Vox, Junts, ERC, PNV, Bildu o BNG– no tienen entidad suficiente para concentrar un gran apoyo electoral. Tampoco, como respuesta a sus descarados comportamientos sectarios, ha emergido un caudillo por la gracia de Dios o la Nación. Los beneficiados de esta situación son los dos partidos mayoritarios, pese a estar tan desprestigiados por su pasado corrupto o su presente mentiroso y manipulador.
El ¡que se vayan! no es aún un grito audible, con la excepción de la comparsa gaditana La oveja negra. Los aplausos en el Teatro Falla, celebrando el pasodoble que denunciaba la desvergüenza sanchista y el chantaje puigdemoníaco, han sido compartidos por muchos ciudadanos de la puta Espanya. No se desea tanto que marchen ciertos políticos, sino que se abra el corral y que se vayan los catalanes [sic], sin diferenciar independentistas de quienes no lo son.
Si algo ha conseguido el nacionalismo en los últimos 15 años es que no hay catalanitis sin catalanofobia, y por ese orden. Ambas se retroalimentan. Las homilías del beato Junqueras a “los españoles de bien” no tienen recorrido alguno. La estulticia tiene un límite.
Hoy, el maestro de ceremonias que da cobertura a este delirio no es otro que Pedro Sánchez. Su manera de ceder y conceder no es generosidad en nombre de los españoles –como dice Illa–, es incapacidad para gobernar en beneficio de toda la ciudadanía. Visto cómo el presidente abandonó el hemiciclo el martes, cabizbajo y con su característico contoneo muy contenido, su dimisión es la primera solución.