Afirmó Friedrich Nietzsche en su Gaya Ciencia: “Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado”. Aunque refiriéndose a la Revolución Industrial decimonónica y a la crisis existencial de valores (del romanticismo, el idealismo… al nihilismo y el empirismo científico exacerbado y envalentonado con el darwinismo), el sabio alemán ya supo contextualizar una de las grandes novedades de la modernidad: la desacralización de lo cotidiano y, yendo más lejos aún, también de lo existencial. Sin embargo, este presunto paso hacia adelante en pro de la Ciencia no puede, por imposibilidad, negar al homo religiosus, entendido éste como el único animal preocupado racional, e irracionalmente, por la muerte.

La preocupación por la portaguadaña nos remonta, incluso, a homínidos pretéritos (no sólo a los neandertales), pero no hay duda que no sólo fue el cimiento de la religión en sí, sino yendo más hacia lo puramente empírico, también de la propia ciencia (véase la medicina) o de la mismísima ciencia jurídica (entendida ésta como fuente de soluciones y no sólo como mero compendio de datos, tal y como a veces la perciben los críticos y aborrecedores de lo jurídico).

Los viajes hacia el Más Allá y las preocupaciones por la ultratumba han cimentando las mayores epopeyas literarias (¿acaso no también filosóficas, teológicas e incluso científicas en parte?) de la historia de nuestra especie: desde el viaje mesopotámico de Gilgamesh, pasando por la visita de Ulises a los Infiernos en la Odisea, el de Eneas en la obra de Virgilio… o el culmen literario de la experiencia dantesca en su Divina Comedia. Hay incluso un término para conceptuar y definir tal viaje: catábasis. Fausto se condenó en pro del saber absoluto y el amor, y con la obra de Goethe, en cierto modo, se acabaron los chanchullos con el demonio y los viajes post mortem (de categoría). Se desahució a Hades y se pasó a la negación de la propia muerte por encima de la negación de Dios.

No puede negarse que la religión mal entendida ha frenado a lo largo de la historia sendos avances científicos, pero, de alguna forma, la negación de la divinidad y el disfraz sobre la muerte nos hizo pasar de un ritual al inverso: “Si Dios no existe, todo está permitido”, escribió Dostoievski. Dante fue más platónico que aristotélico y ahora, aún a día de hoy, parece que nos hagan elegir entre empiristas acérrimos o dogmáticos ultras, como si en la medida no hubiere virtud, o en el hombre un componente (que antaño llamaren psique) y que no es un residuo del dualismo, sino una constatación, a tiempo real, de los límites de nuestra propia ciencia ante el enigma, netamente realista y científico, de nuestro cerebro (órgano a reivindicar y de imposible plena imitación). De Eneas y Ulises al eterno castigo de Prometeo y los miedos de Frankenstein, la nueva negación de la muerte es la inteligencia artificial (IA).

Debemos distinguir entre aquella inteligencia artificial débil que a día de hoy nos ayuda en tareas específicas (como escoger el camino más corto en coche) y la llamada inteligencia artificial fuerte (que pretende igualar o, incluso, superar, el cerebro humano). Los planteamientos culturales de las diferentes sociedades humanas ante el reto de la IA son muy distintos.

Japón o Corea siempre son más proclives hacia la robótica, su implantación y una eventual superación de la corporeidad humana. Sus cimientos animistas, o al menos politeístas, predisponen a estas sociedades hacia la "creación sin culpa". Por el contrario, Occidente o el Islam tienen mayores miedos hacia el desafío "electrónico intelectual". En nuestro subconsciente parece aún sobrevolar el águila que cada día come el hígado de Prometeo por habernos revelado el secreto del fuego. Aunque, desde luego, y de manera contundente, quizá sea el momento de desacralizar la IA.

A mi modo de ver no es cuestión de negar la utilidad de la IA (negar la eficiencia de la IA débil en sus ámbitos sería tanto como renegar de la rueda), sino negar la posibilidad de un cerebro electrónico. La materia oscura de nuestro órgano principal aún es un enigma científico y querer pasar de Ramón y Cajal a Dios en un siglo no es sólo una herejía (para quien lo considere) sino un imposible científico.

La IA fuerte además de imposible sería una inteligencia superficial al negar el componente humano: que no es solo sentimental, sino también una muestra de que nuestras decisiones no son sólo producto del cálculo y la estadística, sino también del ambiente, la genética y la ponderación de valores. Introduciendo la cuestión en lo jurídico, las propias decisiones concernientes a cálculo jurídico y consideraciones de justicia parecen tener lugar en diferentes ubicaciones de nuestro cerebro (todo ello obviando la probada plasticidad de nuestro órgano supremo que se reorganiza ante las experiencias médicas traumáticas, y si no que se lo digan a la pobre cabeza de Phineas Gage y su barra metálica…).

Las nuevas regulaciones en proyecto (y cada vez más como realidad) deben saber limitar el nuevo sueño humano hacia la Inmortalidad: o lo que es lo mismo, luchar a ultranza por proteger el derecho al olvido y la intimidad, también, digital.

Convertido el ser humano en dato está condenado al nuevo Purgatorio de los cables, tengamos en cuenta que el transhumanismo nos puede venir grande, y se sea o no religioso, hay cosas que deben protegerse más allá de lo netamente empírico: los derechos fundamentales. Son muchas las cuestiones y este un mero artículo, pero como diría aquél, seguiremos informando.