La imagen de un anciano empujando la silla de ruedas de su mujer en un pueblo del Pirineo gerundense, harto de que no hubiera una sola ambulancia para trasladarla de vuelta a su casa desde el centro de salud, dio la vuelta al mundo. En los demás países habrán pensado que Cataluña va cuesta abajo sin frenos -no la silla de ruedas que empujaba el marido, por fortuna-, con unos servicios, mejor dicho, con una falta de servicios, dignos del tercer mundo. Nosotros, en cambio, sabemos que no es así, los catalanes sabemos que la falta de ambulancias es parte de una gran operación para alcanzar los objetivos del procés. No todos, pero sí los más importantes: no habremos conseguido que en Cataluña todos los niños coman helado de postre, que era una de las más elevadas aspiraciones catalanas, pero hemos logrado que las abuelas deban ser trasladadas de noche y en pleno invierno en sillas de ruedas por la carretera, anta la falta de ambulancias. No hemos logrado el ansiado helado, pero hemos conseguido convertir a una anciana enferma en uno de ellos, por el infalible método de someterla a temperaturas bajo cero hasta que se le ponga cara de sorbete de fresa. Su pobre marido, de edad igualmente avanzada, era quien empujaba el carrito del helado, de momento sin la campanita anunciando a los niños su llegada, aunque todo se andará.
Que en todas las familias hubiera cada día helado de postre, era un deseo encomiable, pero muy difícil de llevar a cabo, amén de caro, y no están las arcas de la Generalitat para muchas alegrías. Ante esa realidad, los políticos catalanes hicieron de la necesidad virtud, al estilo Pedro Sánchez, y se propusieron sustituir en todos los hogares el helado prometido -al fin y al cabo, un alimento rico en grasas y azúcares, nada bueno para la salud- por una abuela helada. O abuelo, no vamos a hacer distinciones de género a estas alturas.
Además, una pareja -aunque sea sin niño- intentando en estas fechas llegar a un hogar, de noche y bajo las inclemencias del tiempo, nos renueva a todos el espíritu navideño, no hubiera faltado más que cambiar la silla de ruedas por un asno y que hubieran encontrado refugio en un establo, alguno debe quedar por aquella parte de los Pirineos. A buen seguro que eso lo tuvieron también en cuenta quienes rigen los destinos de los catalanes, atentos siempre a recordarnos nuestras tradiciones, el pesebre viviente entre las más queridas. ¿Para qué hacer la vida un poco cómoda a los viejos y a los enfermos, si con sus penurias modernizamos las costumbres navideñas?
Desde que el servicio de ambulancias se externalizó -externalizar es un eufemismo para no usar la palabra “privatizar”, que queda fea-, ha mejorado mucho el sistema de refrigerar a los abuelos, que a menudo deben regresar a casa como buenamente pueden, así llueva en el exterior o caigan chuzos de punta. Los que, dados de alta en el hospital o el ambulatorio, no tienen un familiar que vaya a recogerles en coche, y ni siquiera dispongan de un solícito marido que les traslade por carretera en una silla de ruedas, deben quedarse a esperar a que haya una ambulancia libre que los devuelva a su domicilio. La espera puede ser de horas -tengo una familiar que lo ha vivido en sus carnes-, eso si hay suerte y el paciente no cae en el olvido, sin que nadie recuerde que está esperando un traslado a casa. Estoy seguro de que hay en los hospitales catalanes miles de ancianos que se han quedado a vivir en sus pasillos, ante la imposibilidad de volver a su hogar. Subsisten con los restos de comida de los enfermos, y nadie repara en ellos porque los pasillos de los hospitales se han convertido ya en habitaciones y salas de espera. El destino de los catalanes en su vejez es terminar convertidos en habitantes de hospital o en un helado humano. No hay más.