El tamaño es un factor determinante en cualquier país. España es un país grande, tiene una superficie de 506.030 kilómetros cuadrados. En Europa solo Francia es más extensa: 543.940 km2, aunque ambos son grandes relativamente en comparación con países medianos de África (Nigeria 923.768 km2), de América (Chile 755.934 km2), de Asia (Pakistán 799.400 km2).
En cuanto a población, somos un país poco poblado, sin “relativamente”. Los 48.345.223 habitantes (1 de julio de 2023) no tenemos un peso demográfico destacable en el mundo, ni siquiera en Europa, donde Alemania, Francia, Reino Unido e Italia cuentan con más población; solo evitamos la irrelevancia gracias al idioma español, más de 500 millones de personas lo hablan y eso es una magnitud importante. Pruebas, muchas, una fácil: el español es, junto con el árabe, francés, inglés, chino y ruso, idioma oficial de la Organización de las Naciones Unidas y de varios de sus organismos especializados.
Hasta bien entrado el siglo XX, los desplazamientos de personas por España han sido dificultosos, inseguros, lentos, agotadores. A causa de una orografía montañosa en un país extenso, pocos y mal asignados recursos para la obra pública y una concepción radial a partir de Madrid, las infraestructuras ferroviarias y viarias, deficientes e insuficientes, han hecho que viajar de Girona a Sevilla (1.088 kilómetros), de Cádiz a Santiago de Compostela (1.004 kilómetros), de Cartagena a Oviedo (907 kilómetros), de Badajoz a Valencia (657 kilómetros) resultara una aventura disuasoria. Todavía hoy, pese a contar con una de las mejores redes de alta velocidad del mundo, hay zonas en Extremadura o Galicia de acceso aún fatigosamente lento.
Esta digresión (me) sirve para apuntar un hecho significativo en la historia de España: la incomunicación física, relacional, entre españoles o, ajustando la idea, el difícil contacto, luego la mala comprensión mutua, entre las gentes de este país. Pondré el ejemplo contrario: la población de Alemania está en continuo movimiento, de norte a sur, de este a oeste y viceversa, trenes y autopistas van siempre llenos. Los alemanes se conocen bien entre ellos.
Y una consecuencia cultural y política de la incomunicación: lo ocurrido en Cataluña, lo que llamamos el procés –algo insólito en el contexto de la Unión Europea–, ha quedado lejos, muy lejos, incomprendido o, peor, mal comprendido por la mayor parte de los españoles no catalanes. Si lo ordinario cuesta conocerlo, lo extraordinario mucho más.
Una pregunta inquisitiva, que los catalanes escuchamos a menudo, espetada desde los otros puntos cardinales de España: “Pero, vamos a ver, ¿qué queréis los catalanes?”. Una pregunta legítima, que denota interés e inquietud, sin embargo, mal formulada.
“Los catalanes”, igual como “los andaluces” o “los gallegos”, es una categoría abstracta, mete en el mismo saco a hombres y mujeres, a jóvenes y mayores, a pudientes y necesitados, a empresarios y trabajadores, a ilustrados e ignorantes, a urbanitas y a rurales, etcétera, en definitiva, a identidades diversas y a intereses contrapuestos.
Si andaluces y gallegos escucharan el inquisitivo “¿qué queréis?”, seguro que también lo considerarían impertinente.
Pues bien, en Cataluña a las identidades personales se superpone otra diferenciación, y mayor: hay catalanes independentistas y catalanes no independentistas. Unos y otros responderían a la pregunta de una manera radicalmente distinta. Es más, a los catalanes independentistas la pregunta les va bien, la anhelan, es el referéndum que exigen, responderán que quieren la secesión de Cataluña.
A los catalanes no independentistas, la pregunta nos irrita porque implícitamente nos subsume en los independentistas, desconoce nuestra realidad y marginación en la Cataluña oficial, el ¿qué queréis? va dirigido a los independentistas. A nadie se le ocurre preguntar a los catalanes no independentistas qué queremos. La pregunta debería ser formulada de manera directa: “Vamos a ver, ¿qué queréis los independentistas?” y no dirigida a un universal, falso, “los catalanes”. Y como la respuesta es obvia, la pregunta sobra.
Los catalanes no independentistas hemos padecido un doble olvido: dentro de Cataluña, para el independentismo institucional y cultural no hemos existido, y si contábamos era como un peligro para “su” Cataluña, éramos quintacolumnistas del españolismo, éramos traidores, se nos repudiaba. En el resto de España tampoco existíamos, metiéndonos en el saco del “¿qué queréis los catalanes?” nos hemos sentido desatendidos, incomprendidos, abandonados.
No hemos podido explicarnos y explicar el procés, del que solo existen para el gran público dos versiones: la de los independentistas y la del “¡A por ellos!”, equivocadas ambas.
Aunque sea a toro pasado –en la medida que el procés haya pasado– convendría que los españoles no catalanes tuvieran la versión de los catalanes españoles no independentistas, tanto sobre el procés como sobre lo que creemos que quiere razonablemente Cataluña.