En el año 2017 era contrario a la independencia. Me convertí en un mal catalán y en un fascista, un antidemócrata. Un personaje de medio pelo que no me subía al carro de los que tenían razón. Por la calle te insultaban al grito de independencia y en TV3 pusieron un comentario de gran peso político: “P… amargado”.

Las sedes de los partidos contrarios a la independencia aparecían pintadas y destrozadas. Las de los medios contrarios, también. En la mayoría de las radios y televisiones, tu posición siempre se quedaba en minoría y, a poder ser, si tenías un compañero en tu misma posición era más de derechas que el palo de la bandera. Conclusión, era un botifler. Aquello se superó. La tensión remitió y volvimos a una cierta normalidad. Las tertulias audiovisuales perdieron aquella agresividad que marcó varios años de nuestra vida.

En el año 2023 la historia se repite. No en Barcelona, en Madrid. El ambiente mediático se ha convertido en irrespirable para quienes defendemos al nuevo Gobierno de Pedro Sánchez y planteamos que la amnistía es un camino que conviene recorrer. Ahora ya soy un mal español y un personaje de medio pelo que no tengo razón en nada, mis argumentos son ñoños y amparo la venta de España, aunque no sabía que está en venta. Conclusión, soy un traidor.

De momento, conservo el DNI español, of course, y nadie me va a imponer cómo sentirme español y catalán, defendiendo mis particularidades, defendiendo que España es plurinacional y que tiene diferentes sensibilidades. También para ser español. Sin embargo, ahora lo que está de moda es ser muy español, mucho español, como decía Mariano Rajoy. Hablar de diálogo es alta traición, defender pasar página de la confrontación es un insulto a la inteligencia y la amnistía es la rendición de España.

Las tertulias audiovisuales, excepto las públicas, se han puesto las pilas y los defensores de la amnistía, del diálogo, son tratados como marionetas. Denostados, diría yo. Evidentemente, siempre están en minoría porque agreden al Estado, ponen en duda la imparcialidad de los jueces, discrepan del pensamiento único y sus argumentos son poco solventes.

A los antiindependentistas se nos calificaba de fascistas; ahora, a los partidarios del pacto, de totalitarios. O de hijos de puta, como le dijo Ayuso al presidente del Gobierno. Lo peor no es el insulto, que es humano, lo peor es el pitorreo convertido en eslogan: “Me gusta la fruta”. Trumpismo puro y duro que aspira a envolver con la espiral del silencio al divergente, cuando no se le señala como dictador o loco. Tiene “tics patológicos”, dijo el muy “moderado” Alberto Núñez Feijóo sobre el presidente del Gobierno. Por si fuera poco, las sedes del PSOE son cercadas o llenas de pintadas con insultos de todo tipo acusándolos de golpistas, cuando los golpistas son los que hacen estas pintadas y ansían que aparezca un salvapatrias.

En 2017, los medios catalanes –la gran mayoría, tanto públicos como privados– fueron la punta de lanza de este pensamiento único del secesionismo catalán que despreciaba y hacía leña del adversario liderando a la sociedad civil que tenía el estómago agradecido. Ahora, los medios de ámbito nacional –la gran mayoría privados– son la punta de lanza del nacionalismo español más irredento que encarna el nuevo pensamiento único en el que los discrepantes destrozan la separación de poderes de Montesquieu, se arrogan en defensores del mundo judicial que es arte y parte de la trifulca política, encabezan a la sociedad civil látigo de infieles que tiene su espacio para promocionar su patriotismo –o patrioterismo– y dan cobertura a los fascistas, a los de verdad, los que se envuelven en la rojigualda con aguilucho y acusan de ilegítimo al Gobierno poniendo en duda su legitimidad democrática. Tanto que acusan al Gobierno de represor. Vamos, igual que el secesionismo catalán de hace no tantos años.

Los extremos se tocan y la historia se repite. Es la historia de los botiflers y los traidores, de los que nadan contra corriente. En Cataluña, ha costado más de 12 años dar la vuelta a la tortilla. El independentismo seguirá existiendo y pierde fuelle mientras se impone un nuevo pensamiento más transversal y tolerante. En España, todo acaba de empezar. ¡No nos queda nada! Esperemos que se impongan la razón y la cordura, que se vuelva al debate político y se abandone el tobogán de la crispación, aunque, de momento, no parece.