Pedro Almodóvar, Jordi Évole, Andreu Buenafuente, Isabel Coixet, C. Tangana y otras 4.000 personas más o menos ligadas a la esfera cultural han firmado en Madrid un manifiesto titulado: “Hay que parar la guerra. Ni terrorismo ni genocidio”.
El texto del manifiesto, que se hizo público el pasado domingo en el Ateneo de Madrid, dice, entre otras cosas: “Las criminales acciones terroristas de Hamás merecen nuestra condena más enérgica, pero no pueden servir para justificar el genocidio que practica el Estado de Israel contra el pueblo palestino”.
Que una tesis así –no muy distinta a la que, con más diplomacia, sostiene en Bruselas Josep Borrell, alto representante de la UE para Asuntos Exteriores– se pueda decir y presentar al público en un país occidental es rarísimo, casi sólo en la libérrima España podría suceder. En muchos otros países tildar de “genocida” la política de Israel con los palestinos equivaldría a arriesgarse a la muerte civil.
En Inglaterra, al artista chino disidente Ai Wei Wei se le cancela su exposición retrospectiva en la Lisson Gallery de Londres por protestar contra los bombardeos de los hospitales de Gaza, lo cual ha sido considerado por los galeristas como “manifestaciones antisemitas”. El famoso disidente chino ha aprendido la lección y promete: “En adelante voy a evitar más disputas, por mi propio bien”. Por ahí te salvas, Ai.
En Estados Unidos, actrices como Susan Sarandon y Melissa Barrera han sido despedidas de sus agencias de representación y producciones cinematográficas y se les pone en el pecho “la mota negra” como “antisemitas” –a ver ahora quién se atreve a contratarlas– por señalar que en Palestina Israel está operando una limpieza étnica.
En Alemania, nación en cuya conciencia colectiva pesa la responsabilidad terrible del Holocausto (aunque no única: Polonia, Hungría, Francia, etcétera, colaboraron por las buenas o por las malas con la limpieza étnica impuesta por el régimen nazi), y que por consiguiente es extremadamente cuidadosa de no hacerse sospechosa de reincidencia, todo el equipo de la Documenta de Kassel ha sido expulsado o ha sido empujado a dimitir por manifestar preocupación por la desdichada suerte de los palestinos de Gaza, lo que equivale, parece ser, a antisemitismo.
O sea: cualquier crítica a las atrocidades que desde hace ya décadas comete Israel contra la población palestina –por ejemplo, el muro que convierte Gaza en un gueto, si no en una jaula– es sinónimo de “antisemitismo”, cuando no de complicidad con la Shoa.
Y la libertad de expresión, tan predicada en los ambientes culturales de Occidente, se conculca sin problemas cuando alguien cuestiona las actuaciones del régimen israelí. Hagan lo que hagan los judíos, son demócratas, son los únicos demócratas en Oriente Medio, mientras en el fondo los árabes merecen todo lo malo que les pasa, por musulmanes, pobretones, fanáticos e infrahumanos, que lo mejor que podrían hacer es irse a Egipto o a Jordania, países poblados de chotos como ellos, sin los que, por cierto, el mundo estaría mucho mejor.
En este esquema maniqueísta no hay invocación a la tolerancia que valga.
¡Hay que hacérselo mirar!
Por cierto, que por escribir estas obviedades clamorosas también yo podría ser “cancelado”, pero al que sienta la tentación de hacerlo le invito a fijarse en mi apellido: no engaña, y por consiguiente me asiste el derecho a decir que cualquier crítica o reproche que se me haga, da igual si viene de un goy (gentil) o de un ultraortodoxo, incurre en el más abyecto antisemitismo.