El fin de semana pasado tuve la oportunidad de viajar al otoño, esa época del año en la que, supuestamente, empieza a hacer frío, llueve y las hojas de los árboles se caen, cubriendo el suelo de una alfombra rojizo-amarilla que cruje cuando la pisas. “Mamá, ¿me subes los calcetines hasta arriba?”, me pedía todo el rato mi hijo, alucinado de que hiciera frío de verdad.

Nuestro viaje al otoño “real” fue en realidad un viaje a Glasgow, una de mis ciudades europeas favoritas, no solo porque allí vive mi amiga Mónica, que me cuida mucho y me hace tortitas para desayunar siempre que voy a visitarla, sino porque me parece una ciudad bastante auténtica, sin apenas turistas y poca cosa para ver, según las aburridas guías de viaje.

Edimburgo es mucho más bonita”, me dijo un ejecutivo catalán que viajaba con nosotros en el avión a Glasgow. Él y su hija adolescente regresaban a casa después de pasar unos días con la iaia en Barcelona. Vivían a las afueras de Glasgow, en un pequeño pueblo rural rodeado de naturaleza. “A mí, que crecí en pleno barrio de Gràcia, me parece fantástico levantarme un sábado por la mañana, agarrar la bici y plantarme en cinco minutos en la montaña”, me explicó el señor. ¿Y si llueve? “Te acabas acostumbrando al mal tiempo, no lo notas”, añadió.

Mientras hablábamos, su hija fruncía el ceño. Ella preferiría vivir en Glasgow, y no en un pueblo aburrido “donde no vive nadie”, me dijo en un catalán fluido antes de dar el primer mordisco al bocadillo de tortilla de dos pisos que la iaia le había preparado para el viaje. “¡La iaia cocina súper bien!”, suspiró. Le encanta ir a Barcelona de vez en cuando, pero le agobia el calor, igual que a Luke, el hijo de mi amiga Mónica, que ha crecido en Glasgow y va vestido con camiseta y pantalón corto todos los días del año.

“Cuando me quejo del tiempo me dice que soy una exagerada, que hoy no hace frío”, me dijo Mónica, abrigada hasta las cejas, mientras dábamos un paseo por su barrio. Mónica vive en el West End, un distrito residencial conocido por sus edificios de apartamentos de ladrillo rojo de estilo victoriano (tenements) construidos durante la Revolución Industrial, y sus hermosas gardenias flanqueando jardines y puertas de entrada. Mi lugar favorito es el Hyndland Bowling Club, un club de petanca sobre hierba, con su caseta de madera pintada a rayas blancas y azules, y un cuidado seto impidiendo que intrusos o bandidos como mi hijo pisoteen el césped impoluto o hagan circular por encima sus coches de juguete.

“La ley no te permite tocar nada”, me explicó Mónica, cuyo apartamento está en un antiguo tenement victoriano. La escalera principal y la chimenea conservan los azulejos originales, decorados con navíos, flores y cenefas descoloridas, que llaman la atención de mi hijo cada vez que salimos a la calle. “¿Los podemos pintar?”. “No”. “¿Y por qué?”.

“Los tenements se construyeron para dar vivienda a la mano de obra que llegó durante la Revolución Industrial”, me aclaró Mónica, mostrándome un espacio ahuecado en su cocina donde originalmente se ubicaban unas literas. A mediados del siglo XIX, Glasgow se convirtió en uno de los principales puertos comerciales de trasatlánticos y a orillas del río Clyde se alzaban los más importantes astilleros del mundo. Hoy una inmensa grúa recuerda el pasado industrial de esta ciudad escocesa que a ratos me recuerda a Nueva York, pero mucho más –“demasiado”– tranquila y lluviosa. “No sé si me veo envejeciendo aquí”, me confesó, a pesar de llevar más de 20 años fuera de España. Su vida está aquí, junto a su marido y su hijo, pero a Mónica las raíces y la falta de sol le pesan cada vez más. ¿Será eso hacerse mayor?, nos preguntamos, observando cómo mi hijo de 3 años se divertía bajo la lluvia. A él tampoco parecía importarle el mal tiempo.