Steven Pinker es un filósofo canadiense, profesor en Harvard. En uno de sus libros más conocidos, En defensa de la Ilustración, sostiene que la defensa de ideas absurdas tiene una virtud: cohesiona a quienes las comparten.
Defender algo evidente (la ley de la gravedad) es sencillo, pero no hace a nadie miembro de colectividad alguna, porque el conjunto de la gente seria es tan grande que en su interior hay una amplia diversidad que impide cualquier mecanismo identitario. Para defender lo contrario, en cambio, hace falta coraje, salvo que haya un colectivo más o menos numeroso que, contra toda evidencia, lo sostenga también. En este caso los creyentes no se sienten solos y cada vez que oyen a alguien repetir sus mantras se ven reconfortados.
En Cataluña había quien creyó, a pies juntillas, que la República catalana era cosa de horas y hubo mucha gente repitiendo que así sería. Ninguno de ellos ha reconocido haberse equivocado, ni nadie parece pedírselo. A uno de los crédulos lo desengañó un mosso espetándole: “La república no existe, idiota”. No se dio por aludido.
Y es que hay gente dispuesta a creer cualquier cosa. Los hay convencidos de que una señora empezó a elevarse hasta la estratosfera y más allá sin que las diferencias de presión afectaran a su cuerpo. Es lo que se llama el dogma de la Ascensión de María. Quienes aseguran que esto pasó creen también que la dama había quedado embarazada sin mediar varón y que parió sin perder la virginidad (y sin cesárea). Esta gente forma una peña muy cohesionada. En España son tantos y tan influyentes que han conseguido que el Estado exima a sus dirigentes de pagar impuestos. Y en algunos casos les han evitado que respondan ante la justicia pese a ser sospechosos de pederastia: hasta 450.000 casos de abusos, apunta el Defensor del Pueblo. Su jefe local, Juan José Omella, dice que eso es mentira, pero, de momento, no cuenta a nadie la verdad, que supuestamente conoce.
Hay otras creencias con defensores apasionados. Entre los partidarios de Donald Trump figuran fervientes convencidos de que Hillary Clinton tenía esclerosis múltiple y su campaña la hizo, en realidad, una doble. Otros sostienen que Barack Obama se ausentó de la Casa Blanca el 11S porque sabía que se produciría el ataque a las torres gemelas y que había otros objetivos. Sin ánimo de confundir: Obama inició su presidencia en 2009 y el ataque fue en 2001. También explican que el Partido Demócrata ha organizado una red de pederastia que es dirigida desde una pizzería de Washington.
No hace falta mucho para convencerles de estas mamarrachadas porque están deseando tragarse lo que sea, especialmente si denigra al adversario. Pero ciertas perversiones del lenguaje resultan de gran ayuda para fomentar la confusión.
En Cataluña se da estos días una manipulación del sentido de las palabras de características similares. Esquerra Republicana y Junts proponen que se promulgue una amnistía para los independentistas de 2017. Y que a la vez se deje claro, afirman, que nadie cometió ningún delito. Puro juego de palabras porque, si no hubo delito, ¿qué habría que amnistiar? Más bien se debería procesar a jueces y fiscales que actuaron contra la legalidad e impusieron, en este caso necesariamente a sabiendas, condenas injustas.
Hace falta mucho cuajo para sostener que declarar la independencia de Cataluña no es delito y que tampoco lo es dedicar el dinero de la sanidad y la educación a comprar cajas de plástico (ellos las llaman urnas). Sostienen que tampoco es delito quemar contenedores, destruir propiedad privada y atacar a las fuerzas del orden.
Si no es delito, ¿qué puede impedir que ellos u otros con objetivos contrarios a la independencia emulen el matonismo de los CDR y hagan lo mismo mañana o pasado mañana?
Una cosa es tratar de serenar la convivencia, mostrándose magnánimo con los que delinquieron (y perdieron). Y otra muy distinta felicitarles por las tropelías y aceptar que la realidad es como ellos quieran inventarse que fue.
Un dislate tal se comprende entre los forofos deportivos que defienden que una jugada fue o no fue penalti en función de la afinidad con los colores. Pero no es aceptable que los legisladores actúen cegados por la pasión y perviertan el lenguaje hasta hacer comulgar al personal con ruedas de molino. Sólo los muy convencidos pueden tragárselas y decir luego que están hechas de pan sabroso y blando.