Los juristas lo tienen claro: en España es posible una amnistía o no lo es en función de quien pague el informe correspondiente. Hace ya mucho que los abogados se instalaron en la sofística: aquello de que hay que aprender a defender una tesis y su contraria, sin que tenga importancia alguna cuál sea la verdad, si es que la hay. Son todos unos posmodernos, aficionados al pensamiento débil y la minuta fuerte.
Ahora se debate la posibilidad de una nueva amnistía para los delitos relacionados con el remedo de referéndum del 1 de octubre y otros fraudes conectados: desvío de dinero, proclamaciones de independencia con sordina y otras minucias similares, que acabaron con varios condenados luego parcialmente indultados, y los más vivales huidos e instalados en países con jueces tan veletas como los abogados. Estos vivillos pretenden que los delitos que cometieron queden en nada porque lo suyo, dicen, era una actividad política.
Como sea que robar una gallina para poder comer es también una actividad política, en la medida en que pone en cuestión el constitucional derecho a la propiedad privada, algunos de los aficionados al dinero ajeno se han apresurado a pedir que la amnistía también les alcance. Es el caso de Laura Borràs, condenada porque utilizó el dinero de todos para hacer un favor a un amigo (luego condenado por tráfico de drogas). Lo suyo era, claro, actividad política. Más aún: pura lealtad a un compañero en apuros. ¿De verdad tiene que ser condenada una persona cuyo único delito es ser leal a los amigos? Nada: que la amnistíen también. Y, ya puestos, que le den un premio.
En la lista de los que hay que perdonar no puede faltar Luis Rubiales. Se diga lo que se diga, a este hombre se le está persiguiendo por ser muy cariñoso. No solo besa a las muchachas, es tan familiar que se lleva a sus hijas al trabajo para que le vean en plena acción y aprendan de la vida, mientras sus subordinados, cuyo sueldo depende de él, le aplauden un día para, como Pedro el apóstol, negarle 24 horas más tarde. Una minucia, si a Pedro le perdonó Jesús y lo nombró primer Papa, a Jorge Vilda y Luis de la Fuente hay que aplicarles también la amnistía por sus aplausos y pagarles luego los reniegos con contratos renovados al alza.
Después de todo, lo que de verdad proponen quienes defienden la amnistía es la impunidad: el derecho a hacer lo que a uno le venga en gana sin que suponga consecuencias. Hay espejos donde mirarse. Los jueces son, salvo casos muy excepcionales, impunes. Sus errores ni siquiera se llaman así, son diferencias de interpretación, de modo que pueden absolver a un delincuente incluso confeso o condenar a un inocente sin que a ellos les pase nada, ni siquiera cuando otros jueces corrigen sus sentencias. Si sus señorías tienen derecho a la impunidad, todo el mundo debiera tenerlo. En el deporte, los jueces se llaman árbitros y tampoco pagan por sus errores. En todos los casos se da por supuesta la honestidad del error, aunque con el tiempo se descubra que el dinero negro se mueve entre los que antes se vestían de negro, como sospecha la fiscalía que pasaba entre el Barça y Enríquez Negreira, o como quedó acreditado que ocurrió con Emilio Guruceta.
Los hechos cometidos por Puigdemont, Borràs o Rubiales no se encaminaban, como los de los militantes antifranquistas amnistiados, a defender las libertades de la población, sino a mejorar la situación propia o de los afines. Pero, claro, ahí está el mensaje cristiano: hay que perdonar hasta setenta veces siete. Lo que se olvida es que ni siquiera los católicos se perdonan gratis: el perdón exige arrepentimiento (le llaman dolor de los pecados) y propósito de enmienda. Algo muy alejado del “ho tornarem a fer” o del “fue ella la que quiso besarme”.