Cualquier tiempo es bueno para leer algo más que papeles del trabajo, formularios, anuncios, prensa o lo que nos ofrecen o nos requieren las pantallas del ordenador y del smartphone, que en eso consisten la mayor parte de nuestras actividades lectoras diarias. Y ese algo más es la literatura, poesía o prosa, ficción o no ficción.

Sin embargo, parece como si solo en las vacaciones de verano se debiera atender esa dedicación especial. Incluso hay un posado literario veraniego de políticos que nos cuentan lo que van a leer en las vacaciones. El título contiene casi siempre un mensaje o un recado por medio de ese conducto. Y abundan las recomendaciones de lecturas de verano en las páginas literarias de los medios, aunque suelen ser recomendaciones comerciales de títulos recientes de las editoriales.

En el supuesto (improbable) de que se me pidiera una recomendación, vicariamente recomendaría las 35 lecturas que Mario Vargas Llosa recopila en su libro La verdad de las mentiras (2002), un libro en sí mismo más que recomendable, imprescindible donde los haya en la esfera literaria.

Vargas Llosa reseña magistralmente algunos de los mejores títulos de la literatura contemporánea: El corazón de las tinieblas (1902) de Joseph Conrad, La señora Dalloway (1925) de Virginia Wolf, Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, El cero y el infinito (1940) de Arthur Koestler, El extranjero (1942) de Albert Camus, El gatopardo (1957) de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, El tambor de hojalata (1959) de Günter Grass y así hasta Sostiene Pereira (1994) de Antonio Tabucchi, el último de los 35.

Considerarlas ya obras clásicas se puede interpretar como un cierto desmerecimiento. Las obras clásicas nos gustaron, se respetan y se guardan en los estantes de las librerías. Las narrativas de las obras citadas, así como de las restantes, aunque sean de otro tiempo y con otras circunstancias, resultan de una tremenda actualidad. Pero eso ocurre siempre con la buena ficción, que trasciende lo narrado para ayudarnos a entender el presente.  

Esa función de la ficción como un “sucedáneo transitorio” de la vida –luego del presente porque la vida siempre es presente—, Vargas Llosa la desgrana en la introducción y el epílogo de su libro y a lo largo de las reseñas en las que, a la vez, ilumina aspectos de la obra leída que solo el genio del peruano podía descubrirnos.

Vargas Llosa no es solo uno de los más grandes escritores actuales –si no el que más—, también es un lector insaciable –dice que empezó a serlo a los 7 años—, único, capaz de hacer que la narración de su lectura nos apasione tanto como el contenido de lo leído por él.  

Y es que Vargas Llosa, además de “escribidor”, como le gustaba definirse, es el teorizador grande de la literatura. No la tiene por un entretenimiento más, ni siquiera por el mejor, es “una actividad irremplazable para la formación del ciudadano en una sociedad moderna y democrática, de hombres libres”, “porque toda buena literatura es un cuestionamiento radical del mundo en que vivimos”, reinterpretándolo de múltiples maneras, tantas como ficciones, con el propósito de brindarnos “una vida distinta de la que vivimos”.

Las novelas “mienten”, pero “mintiendo expresan una curiosa verdad”: la de ofrecernos las vidas que no nos resignamos “a no tener”. Este es el sentido envolvente de La verdad de las mentiras con el que Vargas Llosa nos presenta sus lecturas literarias.

Y tiene más lecturas narradas. En La llamada de la tribu (2018), su libro más ideológicamente autobiográfico, nos propone la lectura de obras de los siete autores liberales que, en reiterada confesión, más le influyeron: Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich August von Hayek, Karl Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin y Jean-François Revel. Tampoco son lecturas que tengan desperdicio alguno, a su través se entiende esa suerte de liberalismo mágico que es su compromiso político.  

Vargas Llosa es un personaje integral a lo Goethe, de los que ya apenas quedan y los que ya probablemente no se repetirán: escritor, lector, intelectual, moralista, esteta, académico, político, polemista. Brillante en cada una de sus facetas.

El artista que intelectualiza su arte explicándolo, trascendiendo su propia obra, universalizando la explicación, es el que mejor llegamos a comprender, con el que más cercanía espiritual alcanzamos. Mario Vargas Llosa lo hace con la literatura, Antoni Tàpies con la pintura, Daniel Barenboim con la música, Jaume Plensa con la escultura, Michelle Perrot con la historia. No se los pierdan.