Virginia Woolf frente a los tópicos
Los diarios, los cuentos y las crónicas de sus paseos por Londres descubren un perfil biográfico de la escritora británica muy diferente al retratado por el cine
4 septiembre, 2020 00:00Es 1919. Dos mujeres pasean juntas por el botánico de Londres; una de ellas, las más corpulenta, contempla las flores “frescas y firmes”, las mira “como quien despierta de un sueño profundo y ve un candelabro de bronce que refleja la luz de un modo peculiar”. No muy lejos de ellas, junto a sus hijos pasea un matrimonio; él, quizás absorto en sus pensamientos, camina algo por delante de su mujer, que vuelve de vez en cuando la cabeza hacia atrás para asegurarse de que sus hijos le siguen los pasos.
Estas son dos de las estampas que describe en Kew Gardens (Nórdica) Virginia Woolf, una mujer que hizo de pasear no solo una forma de observación e, incluso, de escritura, sino también una reivindicación. En La señora Dalloway (Alianza), describe a una joven que, indiferente a la impertinente mirada de Peter, que no duda en seguirla, camina por las transitadas calles de Londres hasta llegar a su casa. No, la mujer que recorre sola las calles no está “sexualmente disponible”, sino que --nos dice Woolf-- es una mujer que reivindica su independencia, su derecho a ocupar la ciudad y a formar parte de esa esfera pública de la que secularmente ha sido expulsada.
La editorial La línea del horizonte reedita Paseos por Londres, una serie de crónicas en las que Woolf describe la urbe de su época, bulliciosa y llena de tráfico, pero donde los parques ofrecen un refugio de silencio. Más allá de la descripción de sus edificios, de sus calles y tiendas, Paseos por Londres puede leerse como un manifiesto a favor del placer de deambular y del derecho de las mujeres a formar parte de la ciudad sin ser objeto de miradas ni comentarios críticos.
La libertad que Woolf encuentra en las calles londinenses es similar a la que halla en su diario, cuyas páginas nos revelan a una mujer que poco o nada tiene que ver con el tópico que acompaña a su figura. La publicación por parte de la editorial Tres Hermanas del tercer volumen de sus cuadernos nos descubre a una Virginia Woolf que, a pesar de la fama y el prestigio alcanzados, desea con ansias conocer por la opinión de sus padres, espera con nervios las reseñas, que a veces tardan excesivamente en ser publicadas, y se preocupa por las ventas de sus libros, calculando al milímetro el dinero con el contará para pagar tal factura, sufragar los gastos domésticos o ir de compras.
La libertad que Woolf encuentra en las calles londinenses es similar a la que halla en su
La lectura de sus diarios obliga además a reconsiderar, y no muy positivamente, la película Las horas de Stephen Dauldry, que con independencia de las extraordinarias interpretaciones de sus protagonistas, se recrea en el tópico y, sin captar su extraordinaria complejidad, presenta a una Woolf ensimismada, inestable y ajena a la realidad que la rodea, empezando por la relación con su marido.
Dauldry no es el único director que no acertó a la hora de retratar a Woolf: en 1997, la directora Marleen Gorris quiso trasladar a la pantalla La señora Dalloway y el resultado fue un ejercicio de estilo pretencioso y vacío. Suele decirse que siempre es mejor una novela que una película y, si bien generalizar es malo, el caso de la adaptación de Gorris es un buen ejemplo de este principio.
No sucede así con The Dead --traducida en España como Los dublineses (Los muertos)-- de John Huston, una brillante adaptación del relato Los muertos de James Joyce, autor que no era precisamente del gusto de Woolf, que no solo se negó a publicar el Ulises sino que, en una carta a Lytton Sctrachey, le dedica estas poco amables palabras: “Al comienzo, hay un perro que c..., luego un hombre que hace lo propio --y se puede ser monótono incluso sobre este tema--; además, no me parece que su método, que está muy desarrollado, signifique mucho más que eliminar las explicaciones e incluir pensamientos entre guiones”.
Para la banda sonora, Huston contó con Alex North --muchos le recordarán por Good Morning, Vietnam--, el compositor que más veces nominaciones a los Oscar tuvo y que, sin embargo, debió conformarse con recibir en 1986 uno honorífico. Quizás fue la única manera que tuvo la Academia de subsanar un error más que flagrante. Pero no hay que rasgarse las vestiduras, la historia está llena de premios merecidos que nunca se llegaron a dar. Ahora que algunos hablar de dar un Nobel de literatura póstumo, no está de más recordar que ni Joyce ni Woolf consiguieron tal reconocimiento, ni tan siquiera Proust, cuya prosa admiró y sedujo por completo a la autora inglesa, que llegó a preguntarse si la literatura no había llegado a su perfección máxima con En busca del tiempo perdido.