En los últimos días he asistido a dos molestos ejercicios de micromachismo público por parte de dos destacados políticos –uno, socialista, y el otro, pepero— que podrían haber pasado desapercibidos, en el fragor de los disparates antiabortistas que profieren de continuo los políticos meapilas de Vox acusando de asesinas a millones de mujeres españolas, a sus parientes y a sus médicos.

En primer lugar, el presidente del Gobierno en la fila de autoridades europeas para recibir a la vicepresidenta de Maduro, Delcy Rodríguez, que por sus crímenes tiene vedada la entrada al espacio de la CE, pero a la que excepcionalmente se le había concedido permiso para pisar Bruselas como representante de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC).

Úrsula von der Leyden, la presidenta de la Comisión Europea, y a continuación Charles Michel, presidente del Consejo Europeo, estrecharon la mano a Delcy. Acto seguido le tocaba el turno a Pedro Sánchez, que también le dio la mano, pero, además, con clara deliberación, como un statement, se adelantó a darle dos besos, inclinándose para hacerlo, porque él es alto y ella, bajita.

Von der Leyden y Michel, como profesionales que son, apenas alzaron una ceja. Pero estaba claro que en estos ambientes solemnes y representativos estas confianzas estaban claramente de más. ¿Es que con este gesto quería señalar Sánchez una complicidad política? ¿O una proximidad latina, de tierras calientes? En tal caso peor me lo pones.

Entre todas las quejas del ultrafeminismo, algunas son disparatadas, pero otras son plausibles. Entre las plausibles, la que denuncia lo fastidioso, sexista, condescendiente, que son los dos besos, uno por mejilla, cuando los estampan los varones a las mujeres en ambientes laborales, políticos o diplomáticos.

¿Por qué tienen ellas que someterse a ese contacto físico diferencial, a lo mejor indeseado o que incluso les puede repugnar?

O bien, en aras de la paridad, ¿por qué no ser consecuentes y besar también a los hombres? Lo hacían los soviéticos, y encima en la boca. El pobre Dubcek, cuando tenía que recibir a Breznev, iba siempre con un ramo de flores para interponerlo entre los dos y ahorrarse el ósculo baboso. No, no, mejor acábese con esa costumbre claramente sexista y por consiguiente machista, y resérvese el hábito de los dos besos para parientes y amigas.

El segundo caso es el del portavoz del PP Esteban González Pons durante el debate en TVE con la ministra de Ciencia, Diana Morant, a la que llamaba continuamente por el nombre: No, Diana, te equivocas, Diana, mira, Diana… Al final, la ministra, con mucho comedimiento, pero con firmeza, le reclamó que se dirigiese a ella por el apellido, como hacía ella con él –señor Pons, señor Pons—.

Me divirtió observar que González Pons se quedó un momento desconcertado, porque evidentemente no era consciente de lo que ahora “Diana” con harta razón le reprochaba. Le salía automático tutearla y llamarla por su nombre de pila. Y luego, puerilmente ofendido, la llamaba reiteradamente “señora ministra”.

Esta “cercanía” en el trato es una muestra de condescendencia infantilizadora con la mujer y está muy extendida, y no sólo en los ambientes de derechas. Parece que de las mujeres no haga falta aprenderse el apellido, o que se les hace una galantería llamándolas por su nombre, aunque no se las conozca.

--Ha sido un espléndido trabajo de equipo, en el que yo, Arturo Martínez Castells, no he sido sino uno más entre mis compañeros y compañeras, a los que quiero felicitar por su éxito y agradecerles su colaboración, su esfuerzo y su sacrificio: Fernando Pérez Campillo, Paco Rubirosa, Rosita, María Jesús, Juan Fernández del Pozo de la Vega, Laura, Otilio López Fernández, Sonsoles, Mary, Gonzalo Feliu Yescas…, y nuestra querida Montse