Los partidos políticos catalanes que se presentaron a las pasadas elecciones municipales insertan en sus programas un alud de propuestas para aumentar las inversiones en viviendas sociales y para reprimir la escalada de precios de los alquileres privados.

Tales ofertas electorales no merecen demasiada credibilidad. Es harto sabido que los políticos suelen prometer el oro y el moro durante las campañas. Pero después, si alcanzan la poltrona, se olvidan de sus ofrecimientos con un desprecio olímpico y se quedan tan anchos.

El ejemplo más palmario de incumplimiento lo brinda Ada Colau, la nefasta ex alcaldesa de Barcelona. Antes de encaramarse al cargo, enumeró con toda seriedad una retahíla de propósitos. Aseguró que iba a acabar con la especulación inmobiliaria. Que desterraría los fondos buitres. Que pondría fin a los desahucios. Que frenaría en seco la presión alcista de los arrendamientos. Y por último, que erigiría nada menos que 8.800 moradas de arriendo asequible.

¿Alguien en su sano juicio creyó que Colau sería capaz de llevar a buen puerto tal rosario de hazañas? La verdad es que sólo lo hicieron los cándidos de solemnidad o quienes creen a pies juntillas en los milagros.

Que se sepa, doña Ada, la ferviente benefactora de los okupas, no está por encima de la Ley Hipotecaria, ni tiene potestad alguna para derogar otra ley bien conocida, la de la oferta y la demanda.

El balance de sus ocho años de mandato en estos asuntos es calamitoso. Los desalojos forzosos han continuado a la orden del día, como no podía por menos de ser. El coste de los cánones arrendaticios no se ha amortiguado, sino que se ha disparado un 50%. Las fastuosas construcciones que prometió la regidora se han limitado a poco más de 4.000 pisos, entre los que, por cierto, figuran varias docenas de contenedores navales habilitados para alojamientos.

Curiosamente, ninguno de los partidos en liza dijo una sola palabra acerca de la enorme carga fiscal que soportan los ciudadanos ansiosos por poseer un hogar.

Sobre tal particular, son de recordar las enormes diferencias tributarias existentes entre las distintas comunidades. En España rigen diecisiete fiscalidades distintas, tantas como autonomías hay sobre la piel de toro.

De todas ellas, Cataluña ostenta, con gran diferencia, el récord absoluto a la hora de sangrar a los ciudadanos necesitados de un habitáculo propio. Así, fija en un oneroso 10% el Impuesto de Transmisiones Patrimoniales para un apartamento de 300.000 euros. En Madrid, tal gravamen se limita al 6%. Dicho con otras palabras, los catalanes apoquinan por esa inexorable gabela un desmesurado 66% más que los habitantes de la capital.

Entre tanto, Pere Aragonès sigue empecinado en destrozar el mercado inmobiliario con medidas demagógicas propias de regímenes populistas y tercermundistas. Ahora anuncia, a bombo y platillo, que pretende fijar topes al alza de los contratos particulares ya firmados.

Una medida similar ya se probó en la Ciudad Condal en septiembre de 2020, durante un año y medio. Semejante disparate desencadenó dos consecuencias directas. Una, el número de casas disponibles cayó en barrena. Y otra, el coste de los nuevos inquilinatos se disparó a la estratosfera.

El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Con sus extravagantes iniciativas, los sabiondos del Govern parecen emperrados en confirmar el aserto de forma definitiva.

Como dijo un ilustre pensador, los experimentos, con gaseosa.