Nos cuenta la tradición clásica que el óbolo de Caronte era una moneda que se depositaba en la boca del difunto para pagar al barquero sus servicios por llevar su alma al Inframundo a través de la laguna Estigia o del río Aqueronte (según sigamos a Dante Alighieri o a una u otra versión del mito y, a la vez, contrastada práctica funeraria en las antiguas Grecia y Roma). En definitiva, una forma estandarizada de morirse tranquilo ante los devenires de la caprichosa Parca.
Desde un punto de vista jurídico, los antiguos romanos crearon la institución del testamento como forma de perpetuar el culto de los antepasados… y nombrar a un continuador en la persona y hacienda del pater familias. Esta preocupación por el más allá (en una sociedad netamente más espiritual que la actual) influyó también en nuestros propios antepasados patrios, afirmándose allá por el Siglo de Oro, por el insigne Gregorio López en su glosa a Las Partidas de Alfonso X el Sabio, que era una suerte de deshonra morir intestado y que con el testamento el bien espiritual del testador consistía ya no sólo en quedar más tranquilo su ánimo, si no también en poder dedicar sus últimos momentos a la preparación espiritual. Cabe constatar que a todo ello contribuía, afirman las fuentes, la abundancia de escribanos y el bajo coste de realización del testamento, tal y como acontece también hoy.
No pretende ser este un artículo netamente jurídico, aunque sí un alegato al más célebre y socorrido instrumento notarial: el testamento abierto, el único capaz por sí mismo de producir efectos sin necesidad de trámite de autenticación (adveración y protocolización) alguno y que, por su propia esencia, es autorizado por un notario (asesorado el cliente directamente por él) y custodiado en su protocolo (de donde jamás saldrá “el original”, técnicamente conocido como matriz). Todas estas ventajas enunciadas, junto a los escasos cincuenta o cuarenta y pico euros de su precio normal, lo hacen ser un producto notarial cuasi inexcusable ante el hecho de que las declaraciones de herederos ab intestato (su alternativa en caso de morir sin testamento) sean más desagradables (requiriendo de testigos) y costosas.
Fue en los tiempos de Atila (¿cuándo si no?), actualmente aderezado con confusas reflexiones en la prensa rosa, cuando surgió el hoy conocido como testamento ológrafo. Según afirma el Código Civil Español (y en términos equivalente el de Cataluña) el testamento ológrafo es un testamento escrito y firmado todo él por el testador, con expresión del año, mes y día en que se otorgue. No es necesaria la intervención del notario en su redacción, sí posteriormente, muerto el testador, para su tramitación (adveración y protocolización). Las garantías de que la voluntad del testador no haya sido coaccionada ni influenciada por terceros, de que el mismo fuere capaz de entender los efectos y otorgar el acto, no digamos ya las garantías en cuanto a la conservación del testamento ológrafo, son rozando a nulas.
Como aquel buen hombre que en un juicio en España se acogió a la Quinta Enmienda, las fatídicas influencias del Derecho anglosajón (Common Law) entre la población española son de consideración. Ni hay un sistema jurídico equivalente entre España y EEUU (y resto de países de raíz inglesa), ni en cuanto a requisitos ni en cuanto a concepto, ni el will anglosajón es un sinónimo del testamento notarial español. La crisis de las hipotecas sub prime ya nos habló por sí misma de las consecuencias de tener un sistema basado en seguros y legitimaciones de firmas, sin la presencia de notarios. En los sistemas del Common Law se llega a sustituir la figura (ante todo asesora) del notario por la presencia de meros testigos (que no tienen ni por qué saber que se trata de un testamento el documento que presencian, ni tener conocimiento alguno sobre sus formas, efectos y consecuencias). Desde Roma el testamento es un acto individual y personalísimo signo de libertad, sujeto a férreos y garantistas requisitos. La excepción siempre es la confirmación de la norma, y la autopista mal asfaltada el peor de los atajos.
Aun así, la mayor barbaridad escuchada en estos últimos tiempos es que se puedan “hacer hijos o nietos a la carta” por testamento, en virtud de gametos crioconservados del testador. La fecundación post-mortem está contemplada por la ley española (Ley 14/2006, de 26 de mayo, sobre técnicas de reproducción humana asistida, en su artículo 9 y también por el Código Civil de Cataluña), si bien con claras limitaciones en cuanto a plazo (no se admiten dos años como en el mediático caso) y en cuanto a quién puede hacer uso del material reproductor (única y exclusivamente la pareja, y, lógicamente, siempre que ella quiera de forma indisociable). El consentimiento del varón (de quien proceda el esperma) debe prestarse bien en escritura pública, testamento o documento de instrucciones previas (alias “testamento vital”), y se presume cuando el cónyuge fallecido hubiera estado sometido con anterioridad al fallecimiento a un proceso de reproducción asistida. ¿Qué decir de la gestación subrogada? La propia Ley 14/2006 prevé que la filiación la determinará el parto y que será nulo todo contrato relativo a la misma (artículo 10).
Como dijera Quevedo no debe confundir valor y precio, y no puede uno montarse en la barca de Caronte tranquilo sin haber otorgado testamento notarial por poco dinero.