Qué habremos hecho los barceloneses para merecer esto. Pasaron las elecciones municipales, pero seguimos sin saber quien regirá los destinos de la ciudad; parecía claro que se acababa un ciclo de ocho años de colauismo, pero el baile de pactos posibles nos mantiene en la incertidumbre. Estábamos convencidos de que el día 17 se constituiría la nueva corporación, pero ya es opinión general que, gracias a algunas impugnaciones de Vox ante la Junta Electoral, tendremos que esperar hasta el 7 de julio. Pero, como todo fluye tan deprisa, la cosa puede cambiar de sopetón.
Pues nada, de momento ¡viva San Fermín! Chupinazo y ya veremos por quién doblan las campanas y quién sale empitonado por algún morlaco o pateado por los cabestros de este encierro. Esta espera se nos hará larga para unos posibles pactos que, además, están condicionados por las elecciones generales de unos días después, con el consiguiente temor a llegar a acuerdos según con quién por el impacto que puedan tener. El cruce de alianzas resulta peligroso en vísperas electorales. Ahora bien, una cosa es la corriente de opinión ciudadana y otra cosa muy distinta el juego de tronos entre las élites políticas.
El debate sobre quien se quede con la vara de mando municipal estará de momento, de hecho, ya lo está, en el centro de atención. Entre otras razones porque ha irrumpido sorpresivamente en la política local barcelonesa la disyuntiva entre independentismo y constitucionalismo que en las últimas semanas había brillado por su ausencia. Se trata de una mala noticia para Barcelona, que había votado el 28M en modo de hartazgo y rechazo a la política de los comunes, en clave de ciudad.
Era una creencia extendida que, en una primera aproximación al consistorio, resultase elegido el candidato más votado, Xavier Trias, por imposibilidad de armar una candidatura que sumase mayoría absoluta, es decir, los 21 regidores necesarios. El siguiente paso sería esperar a que pasaran las generales y poder confeccionar después un cartapacio municipal en el que cabría la posibilidad de establecer alianzas de colaboración que permitiesen sacar Barcelona adelante. Sin embargo, en este momento parece que fuese el sueño húmedo de una noche de primavera.
Todo está enrarecido: cobra cuerpo la posibilidad de que Vox haga un Manuel Valls, por eso de salvar la capital catalana y España del independentismo, y aporte su granito de arena para hacer alcalde a Jaume Collboni con el apoyo de los comunes. La apuesta es arriesgada y no le arriendo la ganancia al PSC en las elecciones generales si su candidato para la alcaldía sale investido con el apoyo de la ultraderecha. ¿Cuántos votos podría perder con esa osada operación, bien porque vayan a otras opciones o simplemente porque se queden en casa? Que la izquierda tiene un punto ciclotímico entre la euforia y la depresión: lo que para unos podría ser una alegre excitación en Barcelona, para otros puede resultar un momento de indignación. Sin echar en saco roto la ingenua oferta del PP de apoyar al socialista siempre que se comprometa a no incluir en su gobierno municipal a los comunes. Después de todo, si los chicos de Santiago Abascal son capaces de respaldar a socialistas y comunes, por qué no van a poder pactar después con el PP de Alberto Núñez Feijóo.
Una solución: la resignación, lejos de aquella máxima de “una sola solución, la revolución” del PSU francés, cuando Alain Krivine y Michel Rocard saltaban de barricada en barricada en las calles insurrectas de París de 1968. Ocurrencias no faltarán en las semanas que quedan hasta el 23J, incluida esa especie de serie de Netflix de seis debates que Pedro Sánchez se sacó de la chistera para acentuar la imagen de bipartidismo, aunque realmente sea de bibloquismo izquierda/derecha.
En cualquier caso, resulta difícil imaginar ahora cualquier tipo de pacto real para gobernar Barcelona. Aunque cábalas se pueden hacer de todo tipo. De primero de leninismo es aquello de que una formación política sólida requiere un solo líder y, a ser posible, duradero. Al disidente se le extirpa o se le fulmina sin contemplaciones porque no caben varios gallos en un mismo gallinero. Ahora todo resulta más complejo incluso dentro de cada sigla. Sin ir más lejos, por más que no se sepa a ciencia cierta qué ideología la sustenta, Sumar, más que una acumulación ilimitada de taifas y sumandos parece un tropel de siglas que se amontonan. La verdad es que rememora aquello que se decía del trotskismo: un trotskista es un partido; dos, un partido y una corriente; tres, un partido, una corriente y una escisión. Vamos, un desbarajuste.
Mientras tanto, lo fundamental en la izquierda es la composición de las listas electorales que ya ha producido no pocos quebraderos de cabeza en el PSOE, donde se ha impuesto el dedazo de Pedro Sánchez en modo sanchismo leninismo. Poco queda de aquello de asaltar los cielos, ahora se trata de ocupar los sillones de los escaños parlamentarios en una especie de sálvese quien pueda y en medio de un silencio evocador de aquella lapidaria frase de Alfonso Guerra de “el que se mueva, no sale en la foto”. La ideología parece importar poco e impera el simplismo populista. Al final, se resumirá todo en aquello que ironizaban por lo bajinis los soviéticos con sentido del humor clandestino: el capitalismo es la explotación del hombre por el hombre y el socialismo todo lo contrario.