Decía Jaime Balmes que las circunstancias cambian la lógica. El caso de los insultos racistas recibidos por Vinicius parece confirmar esa máxima del filósofo catalán. No es posible afirmar que esos improperios a un jugador sean la punta de iceberg de un problema generalizado y normalizado en España de racismo. Estas deplorables expresiones no definen ni determinan el comportamiento del conjunto de ciudadanos respecto a los extranjeros, más o menos oscuros de piel.
El problema está en los estadios con su contenida y explosiva burbuja social. Cuando entran, muchos aficionados al fútbol mutan en animales gregarios y agresivos, envueltos en su masa. Esa sensación metafísica de pertenencia a un grupo la asumen y practican por una afinidad identitaria con el resto de seguidores. La violencia verbal normalizada acaba derivando en xenofobia como efecto de un acendrado fanatismo, amparado en una concentración humana mayoritariamente masculina. El club y su escudo identifican.
No por ello el problema es el fútbol, sino la arraigada falta de respeto hacia el adversario. Los insultos en campos y canchas deportivas se extendieron y permitieron durante el franquismo. Esos espacios fueron lugares para la impunidad verbal siempre que se respetara al Régimen, a su Patria y al cómplice de la Santa Madre Iglesia. Los hijodeputas y maricones de aquellos años se han transmitido tal cual, entre una parte notable de los aficionados, sobre todo en el lenguaje primario de Frentes, Ultras Sur, Boixos, Biris, etcétera.
A este consentido desprecio al adversario deportivo se sumaron desde la Transición los recurrentes e insistentes insultos al español, habituales en estadios vascos y catalanes. Sería un error extender esa incontenible hispanofobia al sentir de la totalidad de la ciudadanía vasca y catalana. No se puede negar que este racismo pasteurizado, como lo ha definido Arcadi Espada, es una forma de delito de odio, aunque a diferencia de otros, éste sí está debidamente justificado, permitido y envasado con la etiqueta de nacionalista extra o de primera.
Este odio al otro, con el agravante racista, está emparentado no solo con la herencia del españolismo nacionalcatólico, administrado ahora por la ultraderecha, sino también con la impunidad de los nacionalismos periféricos, desatado en el Camp Nou durante el acelerón contaminante del procés. El ¡A por ellos! fue otro exabrupto nacido en los estadios y trasladado a las calles, como respuesta guerracivilista a la deriva del hooliganismo político nacionalista. Ciertamente, este fenómeno tan contagioso ha retroalimentado aún más el heredado déficit de civismo de muchos energúmenos futboleros. El supremacismo blanco masculino que encierran los vómitos simiescos verbalizados tiene la misma gravedad que el supremacismo hispanófobo o catalanófobo de los nacionalismos, consentidos dentro y fuera de los estadios.
Agravar las penas a los delitos de odio que sean racistas, como propone Podemos, no soluciona el problema de fondo que arrastra España: la falta de respeto a la diversidad, propia y ajena. Norbert Elias se preguntó hace años sobre por qué la gente prefiere pasar sus ratos de ocio viendo deportes que rayan en la violencia y, en muchos casos, participando con agresivas conductas. Sus conclusiones apuntaban a necesidades sociales y psicológicas insatisfechas, que se canalizaban mediante la identificación del grupo y el reforzamiento de la solidaridad entre sus miembros, en oposición a otros grupos externos fácilmente identificables. Este fanatismo es un grave y persistente problema sociocultural aún no resuelto. Sin educación y sin multas no hay solución. Mientras, queda claro que las tribus deportivas y sus cómplices nacionalistas son un enorme lastre para la convivencia, sobre todo si para reconocerse como tales necesitan botar como borregos.