Decir que en Cataluña vamos mal, por no decir de culo, cuesta abajo y sin frenos, no es noticia relevante. Diría que hasta las moscas se encogerían de alas ante una afirmación así. Un titular de esas características, incluso en caja alta y a cuatro columnas, en la portada de cualquier periódico, no lograría que se vendiera ni un solo ejemplar más. Y si cargando tintas el titular rezara que esto puede acabar como el rosario de la aurora, pues tres cuartos de lo mismo. Y es que deberíamos admitir que unos y otros —catalanes todos, cada cual en su trinchera— nos hemos instalado en estos tiempos de posprocés en una abulia e indiferencia preocupante. Los unos, más activos, a porrazo limpio, dale que te pego de la mañana a la noche, arremetiendo contra propios y extraños con inusitada saña. Y los otros, la gran mayoría en términos sociales, perplejos, abandonados y sin saber cómo reaccionar.
Ahí tienen a los nacionalistas ceballuts, irreconciliables, que continúan dándole a la zambomba del odio, la bilis y la pataleta diaria; sobre todo los de Junts, la guardia pretoriana ultramontana de Carles Puigdemont —ja ve el president, ja torna, aviat, aviat!— que no perdonan ni una, porque intuyen una más que probable fuga de votos en mayo, con la consiguiente pérdida de cargos, poltronas, despachos y poder municipal. Frente a ellos, sus antagonistas en la lucha por la hegemonía del voto sedicioso, Pere Aragonès y sus alegres carlistas turlurones de la Cataluña provinciana y bananera, que ya han entrado —por mucho que sigan mareando la perdiz con lo de la ley de claridad a la canadiense y el referéndum— en la vía autonómica y en el pragmatismo que supone el puntual ingreso mensual de sus suculentas nóminas –peix al cove, nens!—, porque la vida son sólo cuatro días y el cielo puede esperar.
Al otro lado del ruedo, siguiendo con cara de póker la becerrada desde el burladero, vive la otra mitad de catalanes, paralizada y silenciada, confiando en el paraguas protector de un batiburrillo de siglas —PSC, comunes, PPC, Cs y Vox— que pudiendo poner coto a tanto desmán, tropelía y totalitarismo unilateral, demuestra ser incapaz o no tener el más mínimo interés a la hora de revertir la situación, porque no hay pacto posible entre ellos; sólo líneas rojas, vetos y cordones sanitarios. Que no es lo mismo pactar, no fastidiemos, con la bendecida ultraderecha burguesa, urbana y rural, catalana, hispanofóbica y excluyente, que con la estigmatizada ultraderecha española. Y el asunto aún es más irresoluble si pensamos en que el Estado lleva mucho tiempo en franca retirada de estos pagos. El Estado no está ni se le espera. La cobardía histórica y cortedad de miras del bipartidismo celtibérico es proverbial. A José María Aznar, el chulito, Mariano Rajoy, el pusilánime, José Luis Rodríguez Zapatero, el pasmarote, y a Pedro Sánchez, el gastador de espejos, tras degradarlos arrancándoles galones y botones, deberían condenarlos al ostracismo. Eso sí, con algún que otro mínimo matiz, porque en lo tocante a cretinismo e incompetencia también hay grados.
Suscita rubor escuchar a la ministra de Justicia, Pilar Llop, a Miquel Iceta, y al mismísimo narciso de la Moncloa —que no se echa más flores porque sólo tiene dos manos—, hablar de lo bien que lo han hecho en Cataluña. El término que repiten hasta el aburrimiento es “pacificación”. Pedro Sánchez ha pacificado Cataluña.
Si ellos lo dicen, así será, pero en esa atmósfera de normalizada paz se antoja incomprensible que se permita seguir maltratando y humillando a la mitad de la sociedad civil catalana, y escupiendo odio parabólico allende el Ebro. La Generalitat se congratula de haber puesto fin a la pesadilla que suponía asumir esa cuota mínima del 25% de actividad lectiva en español; se acosa y denigra a una pobre e indefensa vendedora de golosinas del barrio de Sant Antoni, de 90 años, por utilizar la lengua común y oficial en Cataluña; se persigue con saña, hasta su expulsión tras perder el empleo, a una enfermera que se atrevió a protestar por la exigencia del nivel C1 de catalán para trabajar en la sanidad pública catalana; cada vez que la entidad S'ha Acabat! planta una carpa informativa en la UAB son agredidos por docenas de fanáticos; los espacios de la Administración pública siguen inundados de esteladas y propaganda separatista; y no pasa día sin que lluevan insultos, se presenten denuncias y se alienten boicots contra comercios y hostelería, porque una tal Rosario, la ñorda, o un tal Pepe, el colono, sirvieron un bucadill de ques i jamó en vez de un entrepà de pernil i formatge...
Incluso más allá de la agotadora reivindicación política y la insoportable refriega lingüística; más allá de que políticos juzgados y condenados, como Laura Borràs, no acepten las sentencias y continúen reclamando la restitución de su cargo y sus prerrogativas, resulta absolutamente inaceptable la falta de respeto y el desprecio que se extiende a todos los ámbitos. Me refiero, evidentemente, a las burlas de paniaguados como Toni Soler y Jair Dominguez en TVen3 —la televisión a desintonizar—, con su burda parodia, en plena Semana Santa, de la Virgen del Rocío y, por extensión, a todo lo andaluz...
¿Es normal, aceptable, denigrar un símbolo religioso que forma parte de las creencias íntimas de millones de personas, poniendo en sus labios frases como “llevo 200 años sin echar un polvo, no he catado hombre; voy más cachonda que el palo de un churrero”? Ada Colau —esa populista que nunca olvida felicitar el Ramadán, pero jamás la Pascua— dice que sí, que eso es libertad de expresión. Claro. Ni ella ni los zafios que ríen esas gracias deben recordar la que se armó cuando en febrero de 1988 Albert Boadella hizo mofa —en un sketch emitido en el programa Viaje con Nosotros de Javier Gurruchaga— de la Santísima Trinidad catalana, a saber: Jordi Pujol, el Barça y la Moreneta. Se armó la de Dios es Cristo.
En la Cataluña nacionalista todo es libertad de expresión y sano humor cuando el cañón lo ceban y disparan ellos, pero constituye una inaceptable afrenta cuando otros les atizan y no sin razón y con mayor gracia. Imaginen por un momento que alguien se atreviera a largar un sarcástico monólogo afirmando que la Moreneta era blanca en origen, pero que un buen día las grandes familias de negreros catalanes decidieron darle una capa de betún en agradecimiento por las riquezas acumuladas. De hacer eso, el infeliz humorista debería salir por piernas y no parar de correr hasta llegar a Tombuctú. Pese a que yo soy muy dado a la guasa no se me ocurriría jamás escribir algo semejante.
Tras sobrellevar con estoicismo, pero más mal que bien, los años de plomo del procés y el paroxismo y la agitación social provocada por una élite política indeseable, nos encontramos ahora con una pacificación sólo aparente, pues supone, de facto, seguir tragando inquina psicológica a todas horas. Y poco podemos hacer para revertirlo. El odio larvado, mal contenido, que corre por las venas de los que se nutren de discursos falsos y envenenados difícilmente puede eliminarse del organismo. Recuerden el texto de Pujol sobre los andaluces, y las incontables perlas de xenofobia, racismo, supremacismo e hispanofobia aventadas a los cuatro vientos por inconscientes como Heribert Barrera, Oriol Junqueras, Quim Torra, Pompeu Gener, Ventura Gassol, Prat de la Riba, Daniel Cardona, Francesc Macià y muchos otros. Son una vergüenza. Busquen sus palabras, están ahí, en la hemeroteca, al alcance de cualquiera. Para sonrojo eterno de unos cuantos irreconciliables que aún les mantienen en un pedestal.
¿Con tanta ponzoña aleteando en el ánimo de buena parte de los catalanes cómo se recupera la concordia perdida? Lo ignoro. Pero sigo creyendo que no es imposible, de proponérselo, convivir en paz, respetando al prójimo y permitiendo que cada uno viva a su aire y se comunique como le venga en gana. En fin. Al menos, y gracias a la pacificación de Pedro Sánchez, llevamos un tiempo sin que ardan contenedores y vuelen adoquines. Algo es algo. Sean felices, amigos.