Cuando el joven Kafka les leyó a sus amigos las primeras páginas de La Metamorfosis nadie pudo contener la risa en horas. Es un relato fantástico en el que se mezclan el misterio, la magia y el terror gótico. Algo parecido a los cuentos de Hoffmann referidos a los autómatas, una cumbre del romanticismo oscuro.
A base de observarlo replicando órdenes elípticas del innombrable de ERC, me he fijado en que el president Aragonès se comporta como un autómata del Tibidabo, una de las atracciones más sutiles de nuestra montaña mágica. Estos muñecos a cuerda andan o hablan; entrañan el misterio de nuestro president, con fama de gran gestor, aunque solo gestione el tránsito que hay desde la lealtad constitucional hasta el despilfarro ideológico.
Hoffmann influyó en Víctor Hugo, Gautier o Allan Poe. Y la pregunta pertinente, que dejó tras de sí, consiste en saber si un autómata hace lo que le place o solo hace aquello para lo que ha sido diseñado. El mito de Prometeo quiso tener voz propia, incluso se adelantó a la inteligencia artificial, pero no practicó nunca el ejercicio de su voluntad. Desarrollaba su destino, como los muñecos del museo del Tibidabo o el de Arte e Historia de Neuchâtel, en Suiza. Ellos solo imitan la vida, son una avanzadilla de los primeros robots.
La mecánica de los autómatas se remonta a Leonardo da Vinci, que buscó la perfección en estos seres semovientes desprovistos de alma. Los más antiguos han sido restituidos gracias a las notas explicativas que sus creadores dejaron en su interior, como los autómatas del relojero del Emperador Carlos V, conservados en el Monasterio de Yuste y hoy en manos de colecciones privadas.
Las órdenes que recibe Aragonès de su creador nos muestran a un hombre impertérrito que no ama ni a España ni a Europa. Es partidario de incumplir la unidad de acción con Madrid y Bruselas. No es que piense distinto, como Hungría o Polonia, es que te lo impone. No quiere ni a los socios del PSOE, demoscópicamente perdedores, cuando Madrid y Andalucía consagran a Núñez Feijóo, mientras Valencia se inclina por el PP, dejando de lado el toque rural de Joan Baldoví (Compromís), capaz de descarrilar el Pacte del Botànic. Sánchez se cae en las encuestas por haber pactado con los soberanistas catalanes (cambios del Derecho Penal en los delitos de malversación y sedición), por su afinidad a los cantonalistas valencianos y por la vergonzosa ponzoña que corroe a sus socios izquierdistas: Podemos no quiere saber nada de Yolanda Díaz y Mónica García (Más Madrid) se aparta de la unidad empujada por su jefe, Íñigo Errejón, el último peronista.
En medio de esta sopa de siglas desunidas, Aragonès es un autómata que solo dice “España no”. Es menos versátil que el que se construyó en la antigua Etiopía (1.500 años a. C.) dedicado al rey Memon, que emitía sonidos cuando le iluminaban los rayos de luz; y mucho menos imaginativo que la urraca voladora de madera y bambú, inventada en China por King-su Tse. El president tampoco puede competir con dos de los más conocidos autómatas del Tibidabo: el Payaso Mandolinista y Los hermanos Gaüs, joyas del museo del parque de atracciones coronado por la iglesia del Sagrado Corazón, nuestro Montmartre endomingado.
Cuando inventó a su personaje, el citado Kafka acababa de romper con la lógica de la imitación, al imaginar a un insecto que no podía bajar de la cama sin manos, ni descender por la escalera a la calle, sin ser descubierto con espanto por sus vecinos. Su monstruo, el joven Gregorio Samsa, que se levantó una mañana convertido en insecto, inauguraba la invisibilidad contemporánea, el deseo de un político como Aragonès: desaparecer en el relato.