El hecho de que lloviese este fin de semana pudo hacer pensar en aquello de “en abril, aguas mil” y creer que los tiempos de sequía periclitaban. Al menos eso podrían pensar en las instancias de la Generalitat incapaces de adoptar medidas para paliar el mal. Pero lo que se acabó es abril, sin que las aguas caigan de forma que alivien la sequía. Habrá que confiar en que el presidente, Pere Aragonès, y su consejera de acción climática, Teresa Jordà, peregrinen a Montserrat para invocar a la Virgen. Y como abril se esfumó sin llover, tampoco sirve de mucho aquello de que “marzo ventoso y abril lluvioso hacen a mayo florido y hermoso”, porque otra cosa no, pero viento hemos tenido en Barcelona para dar y vender estos meses. Ya nada es lo que era, todo cambia y no podemos echar mano ni del refranero. Cuando no se hace nada, es difícil que pase algo.

El caso es que mientras miramos al cielo e invocamos a la Divina Providencia para que se apiade de esta maltrecha tierra seca, se nos aparecen como promesas electorales las cosas más diversas y variadas. Hemos perdido hasta la cuenta de cuantas viviendas ha anunciado ya Pedro Sánchez para hacer frente a un problema que agobia a demasiada gente, sea recurriendo a la Sareb o los terrenos del Ejército. Recuerda incluso aquello de los 800.000 empleos que anunció crear el gobierno socialista de Felipe Gonzáles en su primer año de legislatura.

Cualquiera diría que en otro momento y si no hubiese desaparecido, habrían hecho ministro de vivienda a Francisco Hernando Contreras, más conocido por El Pocero, un personaje atrabiliario y singular tan propio de aquella España del pelotazo del ladrillo que se empeñó en levantar macro urbanizaciones como aquella de Seseña (Toledo). Al final, el pinchazo de la burbuja inmobiliaria frustró el proyecto, al menos en sus dimensiones previstas. Pero ahora tenemos en perspectiva una lluvia de viviendas de las que no sabemos dónde, cuando, ni cómo se harán. Sin contar tampoco con qué papel asumirán Patrimonio Nacional en el caso de las Fuerzas Armadas, las Comunidades Autónomas o los ayuntamientos y sus planes de ordenación urbana. Por más que sea una necesidad real, todo suena demasiado a electoralismo y la tozudez de la realidad se ha encargado de arrumbar aquello que creo que decía Fabián Estapé de que “la vivienda es la forma de ahorro de los españoles”. Es lo que tienen los periodos electorales.

Por más que caigan las promesas y los anuncios electorales como tormentas de verano, estamos embarcados en una campaña electoral que, en el caso de Cataluña en general y de Barcelona en particular, tampoco está claro a quién o cuantos ciudadanos acabará movilizando. La madre de todas las batallas dentro de algo menos de un mes será la participación, no nos cansaremos de repetirlo.

Un hecho realmente curioso es el debate organizado hace una semana por Pimec con los principales candidatos al Ayuntamiento Barcelonés para discutir sobre el modelo de ciudad. De las promesas podría decirse aquello de que “Dios las crea y el viento las amontona”. Pero hubo cosas llamativas en aquel encuentro que sin duda son preludio de lo que nos espera las próximas semanas: los debates electorales. Al margen de como acabe determinándose la asistencia a los mismos, un hecho relevante puede ser preludio repetitivo de lo que se avecina: en un momento dado, la alcaldesa agradeció vivamente a Jaume Collboni su inestimable colaboración en la obra de gobierno municipal de estos ocho años. Difícil papeleta para el candidato socialista si esto se repite en sucesivas ediciones y esa actitud colaborativa resulta jaleada asimismo por el resto de los contrincantes/participantes. Trabajo añadido para los encargados de construir su argumentario electoral. Es como para estar preocupado

Quien quiera, puede repasar en Crónica los encuentros de Desperta BCN, un serio esfuerzo de reunir gentes diversas para reflexionar sobre el futuro de la ciudad desde distintos ámbitos. Más allá de la imperiosa necesidad de asentar el futuro en la colaboración público-privada, estas jornadas han puesto de relieve un estado de malestar latente con la administración local, y, por extensión, con la autonómica. Ello requiere de una capacidad para entusiasmar a los ciudadanos, revitalizar la ciudad, dejar atrás políticas de confrontación, gestionar la vida cotidiana y valorar la actividad de las empresas en lugar de recurrir a actuaciones de descrédito sistemático de algunas de ellas para situarlas ante una crisis reputacional.

Todo ello exige gobernanza, entendida como una clara definición de las reglas a las que deben atenerse los operadores de servicios, sean públicos o privados, dejando de verlos como meros aportadores de recursos financieros. También se precisa proactividad para superar las situaciones de pobreza aguda o las condiciones de desigualdad que se detectan. Si no se genera riqueza, será imposible su reparto como eje del bienestar social, mientras se limitan las cosas a prorratear la pobreza como solución máxima. Tal y como está todo, por más que se promulgue una nueva ley de vivienda, es difícil creer que el sector inmobiliario se decida a desarrollar proyectos, al menos antes de que se inicie la siguiente legislatura. Ello no es óbice para que la alcaldesa, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo, es decir a los complejos pactos que se avecinan tras los comicios, haya anunciado ya su propósito de intervenir los alquileres. Acaso pensando también “a ver quién es el guapo que se opone a la medida”.