Hace algunas semanas mi hijo fue de excursión a la nieve. Y mientras lo llevaba al instituto estuve pensando en que cuando yo tenía 15 años y cursaba 2º de BUP también debería haber ido a la nieve para aprender a esquiar. Y, sin embargo, nunca llegué a calzarme los esquís. Ni entonces ni nunca hasta hoy. Me traen malos recuerdos los esquís y los viajes a la nieve, porque el día en que yo tenía que subirme a un autobús para ir a esquiar enterrábamos a mi tío Manolo. Mis padres me dijeron que fuera al viaje para distraerme. Pero a mí hasta me ofendía la sugerencia: cómo iba a dejar de ir al entierro de mi tío por un viaje de mierda. Y qué triste amaneció aquel jueves de enero de 1996, cuando yo debería haber ido a la nieve. Lloviznaba. Y el cielo estaba como de un gris lodoso. Para mí la tristeza ha sido desde entonces indistinguible de aquella llovizna y aquel cielo gris.
Mi tío murió oficialmente un 10 de enero, pero había muerto, en realidad, tres días antes, tras sufrir un infarto fulminante que se lo llevó con apenas 45 años, cuando por fin había sido padre de un niño muy buscado que iba a cumplir un año justo 10 días después. Aquel domingo 7 de enero de 1996 me desperté al escuchar los pasos precipitados de mi padre bajando a toda prisa las escaleras del piso en que vivíamos y la voz de mi madre rogándole que fuera con cuidado. Mi tía acababa de llamar por teléfono para decirle a mi padre, con voz desesperada, que mi tío, su hermano, se encontraba muy mal.
Me pasé casi todo aquel día solo en casa. A mi madre vino a buscarla alguien para llevarla al hospital, desde donde había llamado mi padre y donde ya estaba también mi hermano, que jugaba aquella mañana un partido de fútbol y a quien había llevado otro de mis tíos. Los tres volvieron muy tarde a casa, hacia las diez de la noche. Tengo grabada la mirada vacía de mi padre cuando entró. Así que solo me atreví a preguntarle a mi hermano. Y me dijo, porque no sabía la gravedad de su estado, que mi tío estaba bien. Pero no estaba bien.
Lo intuí al día siguiente, al mediodía, cuando mi padre, sentado en el sofá, empezó a llorar con las dos manos en la cara, sacudiendo los hombros, sollozando como un crío, con un desconsuelo que me sigue provocando el mismo nudo en la garganta cada vez que lo recuerdo, el mismo estremecimiento, el mismo equilibrio precario que siento ahora, pero que entonces me provocó una risa nerviosa que tuve que reprimir con todo mi empeño y cuyo recuerdo sigue alimentando la misma sensación de culpa que empecé a sentir justo en aquel instante. Y mi padre lloraba porque sabía que se le había muerto su hermano y se le había muerto casi en sus brazos.
Cuántas veces escuché de su boca el relato de lo que ocurrió. Cuántas veces contó que llegó al piso de mi tío en menos de cinco minutos y que respiró aliviado al ver que era él quien le abría la puerta y le decía: “Del corazón no es, porque me duele el estómago”. Y siempre que mi padre contaba esa parte yo sentía una especie de esperanza retrospectiva, como si aquellos minutos permanecieran intactos en algún remoto lugar y pudieran recuperarse para reescribir el futuro y borrar un dolor que ya no se fue nunca. Porque aquellos instantes tan breves en que mi tío abrió la puerta y le dijo a mi padre que su dolencia no era del corazón fueron los últimos en que estuvo consciente, los últimos en que estuvo atado a la vida y a nosotros.
Después de aquello, se fue a su habitación, se tumbó en la cama, gimió de dolor brevemente y mi tía empezó a suplicarle, llorando, gritando, que no se fuera, que no se fuera todavía, que aguantara por su hijo. Y entonces todo se pierde en una bruma: acudieron vecinos al oír los gritos de mi tía, por fin alguien llamó a una ambulancia, y mi padre, paralizado por la impotencia de no saber qué hacer, salió llorando de la habitación donde estaba mi tío: cuántas veces lamentó, cada vez que contaba la escena, no haber sabido hacerle una reanimación a su hermano. Y cuántas veces habré pensado yo en esa culpa que ha debido de cargar mi padre durante tantos años.
Y allí se rompió algo en nuestra familia que ya nunca más pudo recomponerse. La vida siguió, claro, pero no siguió de la misma forma. Durante muchos meses, de hecho, tuve la sensación, tan bien descrita en un cuento de Hernán Casciari, de que se habían apagado “todas las luces de todas las habitaciones de todas las casas en las que podría haber sido feliz en el futuro”. No fue así. No ha sido así. He llegado a ser feliz durante estos 27 años que han transcurrido desde entonces. Se han encendido las luces de muchas habitaciones durante estos años, es cierto. Pero, mientras llevaba a mi hijo a la excursión a la que yo nunca fui, recordé que siempre habrá una habitación en la que nunca más se encenderá la luz.