El Parlament de Cataluña no es un lugar al que se vaya a parlamentar. Se va a votar. Eso se desprende de la decisión de la mesa de permitir que el diputado huido Lluís Puig vote, aunque no hable. Se le concede el derecho al voto telemático, pero no el de dirigirse a la cámara. Y es que hace ya mucho tiempo que sus señorías son más un voto que una voz. Durante las intervenciones, las bancadas permanecen, salvo excepciones, casi desiertas. A la hora de votar se hacen sonar diversos timbres para que los diputados puedan dejar cualquier cosa que estén haciendo. Entonces acuden al hemiciclo y emiten su voto. Un voto que no deciden ellos, sino el portavoz del grupo, quien indica con un gesto de la mano el sentido de la votación: sí, no o abstención. Importa el número (de votos), no las palabras que los diputados puedan articular.
Que decida el portavoz es lógico. El resto, a veces, ni siquiera sabe qué se debate. En las comisiones hay un mecanismo para cuando un diputado tiene que defender una propuesta y no sabe nada de ella. Dice que la da por defendida. Y ya está. Ocurre con frecuencia.
Por supuesto que cada señoría puede votar algo diferente de lo que le indica el portavoz de su grupo. Ocurre en contadas ocasiones, porque quien así actúa corre el riesgo de no volver a figurar en las listas. Y el sueldo de diputado es muy goloso. Para no hablar de otras prebendas: dietas, gastos de kilometraje, planes de pensiones, consumiciones en el bar y el restaurante a precio subvencionado.
Puig vive en el extranjero. Por eso no va al hemiciclo. En 2017 huyó como un héroe de papel. Igual que Carles Puigdemont y Antoni Comín. Dice que no se fía de los jueces españoles (salvo que fallen a su favor). Y, para no ser injustos, algunos magistrados se empeñan en dar razones para la desconfianza. Pero lo suyo, votar sin asistir a los debates ni enterarse de lo que se discute, es ya de nota. Puig se aviene a hacer de marioneta. Eso sí, por la patria.
La ley electoral catalana es un desastre. De hecho, ni siquiera existe. El anterior Estatuto de autonomía incluía una norma que obligaba al Parlament a redactar y aprobar una ley específica para Cataluña. También el Estatut vigente. Nunca se ha hecho. En su defecto, se aplica la ley española. Y eso vale para el reparto territorial, que hace que los votos de la periferia despoblada valgan incluso el cuádruple que los del área metropolitana, y para las listas cerradas, que someten a los diputados y los convierten en meros votantes al servicio de la dirección del grupo parlamentario, es decir, del partido que los incluye en esas mismas listas.
Pero reconocer que es un Parlamento de la señorita Pepis, tan diáfanamente como lo ha hecho la mesa, resulta ofensivo para el conjunto de la cámara. Puestos a considerar sólo las votaciones, más valdría que, tras los resultados electorales se nombrara a un único diputado por lista y que su voto contase por el número total de escaños del grupo. Al pagar un solo sueldo por partido, el ahorro sería considerable. Daría incluso para los sobresueldos y jubilaciones doradas de los altos cargos del Parlament.
Con el sistema actual, algunos diputados se convierten en forofos de sus dirigentes. Como en el fútbol, aclaman a los suyos, incluso cuando lo hacen mal, y abuchean a los oponentes, lo hagan como lo hagan. Aplauden, gritan, golpean el pupitre, patalean y, sobre todo, se ausentan si les viene en gana, haciéndose presentes sólo cuando suena el timbre de la votación. Tampoco se espera más de ellos. Ahora, además, pueden votar desde Bruselas; mañana tal vez desde la playa. Aunque esto último es poco probable porque sus señorías tienen unas amplias vacaciones que les facilitan desaparecer por completo en agosto. Ese mes no tienen ni que votar. El paso siguiente será enviar el discurso por e-mail y que lo lea un conserje. Puede perfectamente ocurrir que lea mejor que muchas de sus señorías. Son parlamentarios, pero no tienen que parlamentar con nadie. Con votar les basta. El criterio para valorarlos es la cantidad, no la calidad. Por eso han podido presidirlo personajes de la talla de Ernest Benach y Laura Borràs. Peor imposible.